Yo horneaba las
galletas de jengibre y, tras el grueso cristal de la ventana de la cocina de la
pastelería, la veía en la parada del autobús. Ella estaba allí, asustada por el
fuerte viento. Los brazos en cruz, con las manos sobre los hombros, intentando
mitigar el frío. Yo le observaba con descaro: los muslos sobrios y poderosos
bajo la batida falda; los senos pequeños escapándose del escote en uve; y el
cabello (aquel pelo color miel, o azúcar quemada) que era un turbio arrebato de rizos escapando tras su
espalda, tal si el propio viento quisiera raptarla tirándole de él. Me enamoré
de su pelo, pero primero fue de sus muslos…
En el principio
fueron sus muslos y dije yo: luz. Y se hizo la luz. Y dije yo: sombra. Y se
hizo la sombra. Y los claroscuros delinearon sus contornos, matizaron su piel,
la hicieron de carne a mi vista, le dieron relieve. De haberla podido oler en
aquel instante hubiera dicho que olía a hojaldre. De haberla podido tocar su
masa entre mis manos hubiera alcanzado formas insospechadas. Y cuando el viento
se hizo más persistente y su falda de hojarascas verdes se levantó furiosa
dejándolo todo al descubierto, apartó las manos de los hombros y se aferró a
la falda
levantina, en un vano intento de que aquellas minúsculas braguitas blancas
de algodón, que habían quedado al descubierto, fueran sepultadas de nuevo bajo
la impertinente tela. Entonces, en ese justo instante, nuestras miradas se
cruzaron a través del cristal, y hubo un relámpago, y las gotas de lluvia
comenzaron a deslizarse despiadadamente en el vidrio de la ventana difuminando
su imagen, desenfocándola, borrándola, pero, aun así, podía percibir sus
poderosos muslos como colosales columnatas sosteniendo aquel torso cada vez
menos perceptible. Sentí el rugir del autobús y vi la silueta de ella
desaparecer en su panza de aluminio. Ella ya no estaba, pero yo seguí viendo
aquellos muslos achocolatados durante minutos, horas, días, semanas, meses,
años; apareciendo en mis sueños y en mis pesadillas.
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