Qué hay más infame que la lluvia, esa lluvia que
cae leve cortando las paredes, deshaciendo la carne, filtrándose en los ojos.
Qué hay más distante que la lluvia, esa lluvia que hiela tus manos, que cubre
tu esqueleto con su líquida piel y te hace invernar bajo la piedra junto al
sapo.
Qué hay más doloroso que desnudo cincelar tus
órganos e ir dejando un hilillo de sangre tras de ti, que luego será chorro y
más tarde río.
Alguna vez me esperaste bajo la lluvia para
diseccionar mi cuerpo, para arrancar mi sexo de cuajo y lanzarlo a las bestias.
Entonces yo creí que era mártir o ángel, y salí en busca de la aureola y de las
alas, pero sólo fui hombre que se hizo niño que se hizo esperma que se hizo nada.
Y un día, por fin, encontré la risa. Estaba tras el
muro. Crecía en un árbol, era el fruto. Y allí estaba yo, encaramado en la rama, comiendo risa hasta que me harté, entonces caí al suelo y fui el bobo que se
cayó del árbol. Pero reí tanto que morí en el acto, en el mismo acto de la
risa. Y me pudrí en medio de la hierba, y mi cuerpo abonó la tierra. Y pasado
varios años la lluvia, esa misma lluvia infame, me trajo de vuelta, me hizo
nacer y echar raíces.
Pero otro día, un día en que la lluvia se había
marchado y nada se sabía de ella, arranqué mis raíces y me planté lejos del
agua. Maldigo la hora en que te di la espalda, porque lanzaste tras de mi a la
lluvia, la hiciste venir, pero esta vez, convertida en huracán, en temible y
justiciero (justiciero según tú) ciclón.
Y allí quedé yo, calado, ensopado como una
esponja, sin rostro, porque la lluvia, la infame, la que corta, la que hiela,
lo desfiguró y lo borró para siempre.
Ahora cada día soy más agua y menos carne, y así
seguiré hasta que quede convertido en un ridículo charco donde vendrán a saciar
su sed los perros callejeros.
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