Jesús de Naranjos
(o la Santísima Trinidad)
I
El hijo
Si
me dijeran pide un deseo, / preferiría un rabo de nube, / un torbellino en el
suelo/ y una gran ira que sube. / Un barredor de tristezas, / un aguacero en
venganza, / que cuando escampe parezca / nuestra esperanza.
Silvio Rodríguez
Para Onelio Jorge Cardoso, el Cuentero Mayor, para Reinaldo Arenas y Heberto Padilla que, por pensar y ser diferentes, sufrieron el encierro.
Nunca pensé que saldría de mi
encierro, hasta aquel día en que todo ocurrió.
Cada
mañana, cuando me despertaba con el primer cantío del gallo, sentía esa
rigidez extrema que me ataba como si me hubieran maniatado con la soga
de los bueyes, como si el propio yugo de estos me aprisionara y me obligara a
faenar, en vez de con su yunta, con la inmovilidad. Afuera la mañana ya estaría
a punto de asomar espléndida, y el caballo seguramente estaría pastando
hambriento tras la cerca de piedra, y la rosas de tía Berta serían, apenas les
diera el sol, pequeñas bolas de fuego
contra la pared de cal, gritando que estaban vivas, vivas en su color de
sangre. Yo quería formar parte de ese mundo que
despertaba orgulloso repleto de luz, de sonidos y de animales pululando
de un lado para otro, pero a los ojos de los míos, sólo era como una pieza más
del austero mobiliario de nuestra casa, al que hay que cambiar de sitio de vez
en cuando y mantener limpio, o como uno más de los animales domésticos, al que
hay que alimentar. Y no es que no me quisieran, al contrario, me querían mucho.
Abuelo Plutarco se desvivía por mí, y tía Berta, a pesar de su rostro siempre
adusto y su laconismo, me prodigaba un gran cariño, aunque lo disimulara y
escondiera bajo máscaras y máscaras. Pero, aun así, no lograban, ninguno de los
dos, caer en la cuenta de que yo me sentía tan vivo como ellos, como cualquiera de nuestros
animales o como las rosas punzó de tía Berta.
Para mi familia mi vida debía resumirse a estar sentado en el taburete de
abuelo Plutarco (el taburete viejo, el que tenía las asentaderas de cuero de
vaca, que era más cómodo que mi silla) y, simplemente, mirar a la pared o al
techo, contar las telarañas o estar perdido en la inconsciencia, así, en Babia,
en Belén con los pastores, en la luna de Valencia, mirando, a trasluz, como las partículas de polvo levitaban en el
aire y copaban el ambiente, hasta que algo me sacara de ese letargo: un chipojo
verde que se colara por alguna rendija y se pavoneara sacando su pañuelo
escarlata; un guayabito medroso asomando el hocico tras los calderos en la
repisa de la cocina; la cabeza del caballo husmeando y mirándome con sus
enormes ojos, que destilaban una gran ternura, a través de la ventana; u otra
cosa similar que dibujara o hiciera aflorar una especie de sonrisa en mi
rostro. Sí, esos eran pequeños estímulos que sin duda me agradaban, pero yo lo
que quería era vivir con intensidad, salir fuera, que me diera el sol, sentir
el aire, montar a caballo y ser testigo de alguna maravilla, ya fuera por obra
de la naturaleza o de la inventiva
humana, algo que me llenara de verdadero asombro, como esas cosas que ocurrían en los libros de aventuras o de ciencia ficción
que tía Berta leía en voz alta para mí algunas
tardes, o como esos sucesos que ocurrían en las novelas radiofónicas que
ella oía a media mañana mientras trajinaba en la cocina.
El
exterior para mí era un enigma. Se circunscribía a una ventana y a lo que por
ella se veía: a un trozo de cielo semioculto tras el ondulante encaje de ramas de
la yagruma con sus grandes hojas de caras de distinta coloración; a un trozo de
pared del excusado; a la mata de rosas de tía Berta trepando por esa pared y al
exiguo muro de la cerca de piedra tras el propio excusado. Todo mi universo
eran mi habitación, la cocina y esa ventana. No conocía más horizonte que el
que podía abarcar con mi vista, ceñido a
las paredes de tabla de palma encaladas de estas habitaciones. Siempre blancas,
siempre impolutas. Obsesión de tía Berta.
En
la cocina tía Berta siempre tenía un cubo de lechada preparado para extinguir,
con rápidos brochazos, las manchas de humo u hollín que aparecieran cada día en
las paredes. Para ella todo tenía que estar limpio y reluciente, sin mácula.
Cuando venían visitas tenían que encontrar la casa “como los chorros del oro”
(palabras de ella), también decía que el hecho de ser pobres no estaba reñido
con la higiene. Todo tenía que estar en perfecto orden y limpísimo, no se podía
ver ni una mota de polvo. Me imaginaba que yo debería de ser una mota de polvo
asquerosa y desagradable, porque cuando venía alguna visita me confinaban a mi
pequeña habitación. Durante mucho tiempo pensé así, que mi presencia afeaba el
ambiente, pero con los años comprendí que la cosa era más complicada, que tanto
abuelo Plutarco como tía Berta se avergonzaban de mí no por el repelús que
podría causar mi visión, ni porque fuera una mancha en el aséptico paisaje de
la casa, sino por el qué dirán, por las habladurías, por los chismes de pueblo,
esos que a veces pueden ser tan o más dañinos que un ponzoñoso veneno. Yo era el símbolo de un gran pecado, el
pecado de madre, y este pecado era un desprestigio para la familia, por lo
tanto nunca debía de ser mostrado a ajenos e inquisitivos ojos.
Por
eso esperaba a que sucediera algo y me sacaran, al menos, al patio, y descubrir
que el horizonte era lejano y el cielo infinito. Ese algo podía ser cualquier
cosa, desde un milagro hasta un
desastre. La verdad es que allí, en
Naranjos, nuestro pueblo, y aún menos en
nuestra casa, nunca pasaba nada; todos los días eran iguales, como calcados con
papel de carbón, por lo que mi anhelo era continuo. Estaba convencido que por
parte de abuelo Plutarco y de tía Berta no iba
satisfacer mi deseo, porque, además de la deshonra que yo significaba
para la familia y que no debía ser pasto
del ojo ajeno, ellos seguían viéndome como un ente petrificado que está en
trance perpetuo y que ya bastante tiene con tener que sobrevivir al día a día. Supongo que ese anhelo, esa sensación de
espera, había veces que era más fuerte y se reflejaba de alguna forma en mi
rostro, porque cuando tía Berta me veía así, le decía al abuelo: “Pobrecito
mío, hoy tiene la guanajería al ciento por ciento”. Abuelo se encabronaba con
ella y le soltaba: “Aquí el único guanajo es Perico, Berta. Anda y vete a darle
de comer a él, a los patos y a las gallinas, y no quiero oírte decir eso delante
del niño nunca más”. Tía Berta freía un huevo con la boca y se iba, se sentaba
debajo de la yagruma y lloraba, pero no era por lo que había dicho con respecto
a mí o por el regaño de abuelo, no, era por ella, por la mísera vida que le
había tocado vivir y de la que yo tenía un poco de culpa por el simple hecho de
haber venido al mundo.
Aquella
mañana, en la que todo sucedió, Ramiro me despertó con su canto atronador y
único. Ramiro era el gallo de abuelo Plutarco, un gallo color caramelo con unas
afiladísimas espuelas, al que abuelo quería tanto como a mí o a tía Berta, y
aunque era gallo fino y de pelea, abuelo nunca quiso entrenarlo para esto
último, lo consideraba cruel y vergonzoso. Abrí los ojos lentamente porque me
pesaban los párpados; todo seguía en penumbras. Abuelo seguramente se habría
ido ya a ordeñar las vacas y tía Berta estaría en la cocina bebiéndose el café,
y tendría las mazorcas dispuestas sobre
la mesa para rayarlas con el guayo y hacer la harina de maíz tierno con
chicharrones que tanto nos gustaba a todos, y, en el fogón de leña, estaría hirviendo
la leche para mi desayuno, la de Náyade, la chiva, porque es la leche que desde
pequeño mejor me sienta, más que la de Filomena o Delicias, que eran las dos
vacas que teníamos. Como ven, todos los animales tenían un nombre, era
costumbre de abuelo Plutarco, decía que eran parte de la familia y había que
nombrarlos como a las personas. A tía Berta, en cambio, le daba igual como el
abuelo les llamase, ella les seguía diciendo: gallo, vaca, guanajo, chiva o
caballo, así de seco y simple, sin añadidos. Aquella mañana oí también, muy
cerca, el relincho de Onelio, el caballo. Con Onelio tenía yo una relación
especial, ambos nacimos el mismo día y en el mismo sitio y con pocos minutos de
diferencia. Madre vino a parirme al establo, bueno, si a aquel bohío enclenque
y torcido para un lado se le podía llamar establo. Abuelo Plutarco había estado
casi toda la noche en vela porque Milagros, la yegua, la madre de Onelio,
estaba para parir, pero luego él se había quedado dormido en su taburete de
cuero de vaca, el cual había recostado a una pared del bohío. Madre hacía mucho
había escapado de casa y Abuelo Plutarco y tía Berta, desde que se había ido,
no sabían nada de ella. Tenía 16 años cuando se fue y 18 cuando regresó a
traerme al mundo en aquel cobertizo. Y allí se quedó ella para siempre, en un
rincón, al otro lado de donde abuelo dormía y Milagros se disponía a dar a luz
a Onelio. Allí se quedó su vida impresa, en las manchas de sangre sobre los
sacos de maíz. No tuvo fuerzas para gritar, estaba demasiado débil. Una hemorragia fue la culpable de llevársela
al cielo. Tía Berta me rescató en medio de un gran charco de sangre. Madre
había estado caminando casi diez kilómetros, había entrado desarrapada y sucia,
se había dejado caer entre los sacos de maíz y en tres dolorosos pujos había
salido yo. Por el camino ella había roto aguas. Para el resto del mundo madre estaba
en la capital, a donde había ido a estudiar magisterio, y ahora, le decía tía Berta a todos, ya era maestra
en una escuelita de barrio por esos lares.
Cuando
volví a oír el furibundo kikirikí de Ramiro, habían pasado unos largos minutos
y yo estaba expectante, aguzando el oído, intentando escuchar esos ruidos
matutinos que me daban constancia de las rutinas cotidianas de las que les he hablado. Y excepto el
cantío de Ramiro y el relincho de Onelio, no logré percibir nada más, ni el
ajetreo de tía Berta en la cocina, ni los mugidos de las vacas cuando abuelo les acariciaba las
ubres. Esto no es normal, pensé, y luego tuve un presentimiento: ¿Sería este el
día en que se manifestaría el asombro,
en que lo maravilloso dejaría de ser intangible para hacerse corpóreo? ¿El día
en que por fin me fundiría con el aire y con la luz del sol? Por un momento me
sentí laxo, etéreo, como si el yugo y las amarras se hubieran desatado y mi cuerpo
recobrara la movilidad y pudiera levitar y me viera a mí mismo echado en el
camastro con una sonrisa de oreja a oreja. Pero a poco, una sombra oscura lo
nubló todo y mi cuerpo adoptó la rigidez de siempre, y aquel presentimiento tomó otro cariz. ¿Y si había acaecido algo malsano
o violento en el que estuviera implicada mi familia? El pavor se adueñó de todo
mi ser y la rigidez de mis músculos se hizo casi pétrea. ¿Cómo iba a sobrevivir
sin los cuidados de mi tía y de mi abuelo en caso de que les hubiera ocurrido
algo malo? Esta pregunta no era la primera vez que me la hacía. De igual manera
que ese deseo de salir al mundo era una constante en mi cabeza, esta otra
preocupación funesta también lo era. Pero, la verdad, el primero, el deseo, era
tan fuerte que casi siempre hacía desaparecer a la segunda, a la preocupación.
Seguí aguzando el oído y también la vista. No se oía nada, excepto el viento
que comenzó a soplar en un ligero murmullo, luego, poco a poco, se fue
acrecentando y dejó de ser un siseo leve para convertirse en una discusión a
gritos con las ramas y las hojas de la yagruma. Ya iba siendo hora de que la
luz empezara a hacerse notar entre las rendijas de la pared, sin embargo, todo
seguía a oscuras. Entonces comencé a oír a las gallinas cacarear nerviosas y a
Perico guglutear casi en estado de paranoia, a lo que se sumó el gruñido de los
cerdos, el mugir de una de las vacas y el berrear de Náyade. En pocos minutos todo pasó
de un silencio sepulcral a una algarabía demoníaca y ensordecedora. Por último,
otro sonido se sumó a la gran
bullaranga, el de las gotas de lluvia cayendo sobre la techumbre de guano.
Primero gotas aisladas que, seguidamente, se convirtieron en estruendosas ráfagas de una ametralladora empuñada por el
cielo rabioso.
Comencé
a sentir mucho miedo, las extremidades se me engarrotaron, más de lo que ya las tenía por naturaleza, y
el cuerpo me pesaba. La lluvia se tornó persistente y ruidosa, lo mismo que el
viento, que ululaba como una fiera hambrienta haciendo estremecer toda la estructura
de la casa. En la lejanía los truenos se dejaban oír en una recua monocorde. Un
frío temblor reptó por mis piernas hasta alojarse en mi pecho. El viento
arreciaba cada vez más; la casa
tremolaba y el guano del techo comenzó a desprenderse. ¿Dónde estaban todos? me
preguntaba preso del espanto, atenazado por un terror que no había
experimentado en mi vida. Quería gritar, pero sólo lograba arrancar a mis
cuerdas vocales los guturales y apenas audibles e ininteligibles sonidos de
siempre. Sentía mis ojos desorbitarse, y
si, en aquel momento, hubiera vuelto a verme a mí mismo, como hacía un rato me
había visto, mi cara sería, seguramente,
una grotesca máscara. La techumbre de guano iba desapareciendo poco a
poco y la lluvia entraba a raudales martillando sobre mi cara y mi cuerpo. Las
gotas eran como balazos en mi piel. La intensidad del viento, en apenas unos
segundos, fue tal, que lo que quedaba de techo se desprendió y salió a bolina
como un papalote. Giré un poco la vista hacia la puerta de la habitación que
había comenzado a aletear como un pájaro que, atrapado en una jaula, intentara
salir afuera. Así mismo me había sentido yo en mis 8 años de vida, pensé.
Esperaba que alguien entrara por la puerta para rescatarme, pero no apareció
nadie. La puerta fue cediendo y en uno de los aleteo se desprendió y cayó cerca
de mi camastro. Las tablas de las paredes también comenzaron a desprenderse.
Media hora después la habitación era sólo un raquítico costillaje de palos que
no iba a resistir mucho tiempo. Luego comenzó a inundarse: el río crecido, que
estaba cerca de la casa, se había vuelto mar y venía anegándolo todo. La cama
comenzó a flotar a la vez que se elevaba. Y, como por arte de magia, todo paró
de pronto. El viento dejó de embestir y la casa dejó de tremolar. Miré hacia
arriba, hacia ese infinito que me había sido vedado tanto tiempo y fui testigo
de la cosa más asombrosa que yo hubiera podido imaginar jamás. Las nubes se
arremolinaban girando en derredor de la casa dejando un gran hueco, un gran vacío,
del que mi habitación era el centro. El Apocalipsis se respiraba en aquellas
paredes de nubes violentas, en ese torbellino de grises oscuros y marengos, sin
embargo, en aquel el ojo, en aquel
vórtice, la calma era absoluta. Sólo el agua seguía creciendo en torno a
mi cama y me iba separando del suelo y empujándome hacia dónde hacía unos
momentos había habido una pared. El agua me sacó fuera y me fue llevando contra
la pared de mampostería del excusado y allí, entre ésta y el muro de piedra,
quedé varado, justo donde la mata de rosas de tía Berta, que ahora sólo era un
remedo de gajos espinosos sin flores y con algunas sobrevivientes hojas.
Siempre que había mirado por la ventana y había visto las rosas, me había
imaginado tocándolas suavemente y oliendo su perfume, tal como había visto
hacerlo a tía Berta tantas y tantas veces. Nunca hubiera pensado, llegado el
día, que sólo vería estos cujes espinosos sin el brote ígneo de las rosas
abiertas en su llamarada de pétalos color sangre; tampoco que mi salida al
exterior sería producto de la fuerza de un río desbordado. Sentía tanto miedo,
pero a la vez, tanta dicha de ser testigo del asombro, de la maravilla, de la fuerza de la naturaleza, de la ira de
Dios (tal decía abuelo Plutarco cuando llovía con fuerza demoledora) que no
sabía si reír o llorar, y creo que acabé haciendo ambas cosas al mismo tiempo y
por ambas causas: lloré de espanto y de alegría; y reí nerviosamente producto
del temor y reí de complacencia por causa de la fascinación. Cuando todo acabó
supe que aquello había sido un huracán. Ciclón Flora, le habían llamado. Cómo
era posible, me pregunté al saberlo, que un nombre tan hermoso designara algo
tan destructivo.
Miré
en derredor, bueno, en el ángulo que podían abarcar mis ojos enclaustrados en
mi deforme cabeza momificada, y vi que casi todo estaba devastado. Del pesebre
donde nací sólo quedaba el horcón central resistiendo airoso como el mástil de
un galeón. Los cadáveres de algunas gallinas y el de Filomena, una de las
vacas, flotaban en el agua, así como las
tablas de las paredes, ramas de la yagruma, pencas de las palmas reales
cercanas, algunos sacos de maíz mostrando sus tripas de amarillo grano que,
poco a poco, al ir absorbiendo el agua, terminaban sumergiéndose. También los
calderos de aluminio de tía Berta y su vestido azul de tafetán, el de los
domingos, flotaban muy cerca de mi camastro, y la botonadura del vestido, de
pequeñas perlas de nácar, lo hacían parecer el espinazo de un rarísimo y
exótico pez abisal que hubiera emergido a la superficie. El sombrero de paño de
Abuelo Plutarco se podía divisar unos metros más allá; de su bonita y elegante
forma no quedaba nada, parecía un burdo montón de estopa. Y así todo. Un
dantesco paisaje se abría ante mi azorada visión. Volví a preguntarme por los
míos y un pensamiento negrísimo, como el zarpazo intempestivo y por sorpresa de
una arpía, me desgarró el corazón de nuevo: les imaginé a los dos, a tía Berta
y a Abuelo Plutarco, flotando en medio de esas turbias aguas carmelitas, como
si fuesen el vestido de ella y el sombrero de él, convertidos en irrisorias
manchas que nada tenían que ver con los que habían sido. Cerré los ojos con
fuerza y recé con toda la fe de que era capaz para que aquello no fuera cierto.
Volví a ver la cara de abuelo Plutarco muy cerca de la mía, mostrando su dentadura amarilla y el mocho de
tabaco en una de las comisuras de sus labios y
diciéndome: “Ay, Jesusito…, Jesusito… por qué Dios te ha castigado así,
porqué Dios nos ha castigado así…” Eso me decía mientras me limpiaba la baba
que goteaba perenne de mi boca y me cambiaba el babero por uno seco. Y volví a
ver a tía Berta, como cuando me miraba absorta, queriendo desentrañar el
misterio de mi existencia o de mi anomalía, pero sin querer mostrar ni la más
mínima empatía en su rostro, colgándose aquellas caretas inexpresivas suyas y
murmurando: “Los mismos ojos felinos de tu madre, sus mismos ojos de gata
traicionera”, y entonces cogía un libro y comenzaba a leer en voz alta: Alguien tenía que haber calumniado a Josef
K, pues fue detenido una mañana sin a
haber hecho nada malo. Y pasado unos minutos me miraba de hito en hito,
buscando alguna reacción en mi cara, y cuando la descubría se sonreía, pero
rápidamente volvía a su adustez, pero yo había logrado atisbar en sus ojos esa
lucecita que denotaba cariño. Y la vi también como otras veces cuando,
simplemente, se me quedaba mirando impertérrita, y el minúsculo brillo de una
lágrima asomaba en alguno de sus ojos, entonces daba media vuelta, prendía la
radio, y salía a llorar debajo de la yagruma. Mantuve los ojos cerrados
tratando de que esos recuerdos se quedaran allí y espantaran mis otras
horrendas cavilaciones.
Sólo
un milagro podía salvarme. El ojo del ciclón no iba a estar eternamente
protegiéndome. Y el milagro se hizo realidad. De entre el agua achocolatada
surgió, con medio lomo fuera y la imponente cabeza erguida, Onelio. Nunca su
aparecimiento fue más grato para mí que en ese día. Onelio estaba entrenado en
cruzar el río a nado llevando sobre su espalda a abuelo Plutarco con varios
sacos de maíz de nuestra cosecha, que abuelo llevaba al pueblo, a nuestro
pueblo, para vender, porque a pesar de que el río nos separaba de Naranjos en
unos dos kilómetros, para abuelo, que había nacido allí, seguía siendo su
pueblo, aunque él se hubiera casado con abuela Edelmira y se hubiera ido a
vivir a las tierras que ella heredó de su padre, el bisabuelo Saturnino.
Naranjos, estaba hacia el este de nuestro bohío y el otro pueblo, cabecera
municipal, y al que llamaban Manigua, distaba a 10 kilómetros hacia
el oeste. Desde aquí, desde Manigua, salió madre andando cuando vino a traerme
al mundo.
Onelio
se acercó hasta mí, me miró con aquellos enormes ojos y sentí su aliento tibio
sobre mi rostro cuando resopló. Relinchó, como queriéndome decir algo, supongo
que se alegraba de haberme encontrado, y luego, con la cabeza, comenzó a empujar
mi camastro hasta lograr sacarlo de allí. Ya separado de la pared y del muro de
piedra, se situó frente al camastro y con su poderoso cuello me fue empujando.
Un largo rato después el agua parecía que mermara, pero en realidad éramos
nosotros los que íbamos ganando en altura. Onelio me llevaba hacia una de las
lomas cercanas donde los algarrobos y flamboyanes crecían robustos y poderosos.
Y allí estaban tía Berta y abuelo Plutarco, atados fuertemente al tronco de un
flamboyán con la soga que abuelo siempre llevaba en la montura de Onelio. Tía
Berta se desató de la cintura y vino corriendo a mi encuentro. Al llegar
arrastró el camastro hasta sacarlo completamente del agua, me alzó y cargó
conmigo loma arriba envuelto en las ensopadas sábanas, luego, con éstas mismas,
me ató al tronco en el que ellos estaban. Onelio subió pisándonos los
talones. La loma era bastante elevada,
por lo que era probable que el agua, por más que creciera el río, no llegara
hasta allí. Abuelo Plutarco y tía Berta, por lo que pude apreciar, le temían más
al viento que al agua, por eso habían permanecido atados, para que Eolo no los
mandara volando a donde el diablo dio las tres voces y nadie le oyó.
De
nuevo me sentí un alma análoga de Jesús de Nazaret. Yo, Jesús de Naranjos,
había nacido, al igual que él, en un pesebre rodeado de animales, y ahora,
amarrado al árbol, me sentía la viva estampa de su crucifixión. Y digo de nuevo porque a veces era abuelo, y
no tía Berta, quien leía en voz alta a mi lado (abuelo Plutarco siempre leía La Biblia ) y cuando narraba los hechos de Jesús, visto
por los ojos de los apósteles, yo buscaba similitudes entre ese hijo de un
carpintero, de una virgen, y yo: el hijo de de una guajirita fugada y de un
hombre desconocido. Para mí mi extraña enfermedad era como su vía crucis. La corona de espinas de él, esa que le hacía
sangrar la sien, en mi caso, era no poder hacerles saber a los míos que mi
cuerpo momificado y rígido, albergaba en su interior un alma viva y, en su
cabeza, un cerebro con toda su potencial inteligencia. Y por último, mi encierro, mi
enclaustramiento, ya no sólo dentro de mi propio cuerpo, sino también, dentro
de mi propia casa, era para mí como la herida que le perpetró el soldado romano
en el costado, siempre abierta, siempre lacerante.
Abuelo
Plutarco imploraba a Dios en una monótona letanía, tía Berta susurraba una
canción, un antiguo bolero, pero lo hacía tan bajo, que apenas se le entendía,
supongo que cantaba por aquello que reza ese viejo refrán: “el que canta su mal
espanta”. Yo miraba hacia la pared de nubes que se iba acercando
lentamente y volví experimentar,
otra vez, esa inexplicable dualidad
entre temor y dicha. Acaso había algo más asombroso que lo que estaban
presenciando mis ojos, aunque aquello fuera lo más cercano a la descripción
apocalíptica del fin de los días.
Aun así, allí estábamos los tres a expensas de
la furia de la naturaleza. Abuelo Plutarco y tía Berta no se decidían a abandonar
aquel sitio, sabían que de un momento a otro aquel holocausto tormentoso
volvería a caernos encima. Además,
aunque hubiera habido un sitio donde aguardar hasta que todo pasara, no
podíamos movernos de allí, pues todo en derredor estaba inundado. Onelio se
había vuelto a ir y sólo sobre su lomo hubiéramos podido trasladarnos. La
prudencia indicaba que esperar allí era lo correcto.
Pasaron
aún varias horas hasta que las lluvias y los vientos volvieron a azotarnos. Las
ramas de los flamboyanes se doblaban de manera inusitada, se partían y el
viento las lanzaba a lo lejos con furia; sus flores estaban todas diseminadas
por el suelo, completamente ajadas, formando una rara alfombra sobre la tierra
y simulando pequeños estallidos de fuego que la lluvia machacaba sin compasión.
Abuelo Plutarco terminó su salmodia y se dirigió a mí, primeramente
lamentándose de lo ocurrido, y seguidamente para relatarme, a su manera y con
nerviosismo, el por qué no habían estado a mi lado para protegerme. Quizás la
amenazante y pavorosa lluvia le había soltado la lengua, porque era la primera vez que
abuelo Plutarco me hablaba de esa forma, como si de pronto tuviera la
convicción de que yo le escuchaba y le entendía. No era el caso, pero por un
momento llegué a pensarlo, yo sabía que sólo estaba tratando de exorcizar y
redimir su culpa, una culpa que, por supuesto, no tenía, pero que él se
achacaba por yo haber quedado, como un barquichuelo endeble, a la deriva. Me
contó que tía Berta había oído por la radio lo del ciclón, y había salido con
él para ayudarle a recoger a las vacas y ponerlas a buen recaudo en el establo,
claro, que ellos no podían imaginar la magnitud de lo que estaba por llegar,
porque ningún establo, y menos aquel enclenque bohío que hacía esa función,
podía salvaguardar a alguien de algo. No sé si sabes, Jesusito, continuó
relatando abuelo, que Filomena, Delicias y Onelio, duermen libres en el
potrero. El potrero lo delimita la cerca de piedra. Esa cerca la levanté con la ayuda de tu abuela Edelmira
después de casarnos, tardamos casi dos años en terminarla. Ahora se va
derrumbado por alguna que otra parte y aunque la he ido arreglando como he
podido, siempre hay un derrumbe nuevo que descubro tardíamente y que la
condenada de Delicias, como si tuviera un sexto sentido, logra encontrar para
escaparse. Esta mañana, cuando he ido a recoger a las vacas con tu tía, para
guarecerlas de la lluvia, nos percatamos de que Delicias había hecho de nuevo
de las suyas. A lomo de Onelio hemos recorrido todo el perímetro de la cerca
hasta encontrar el punto de fuga, que ha sido justo cerca de aquí. Por lo visto
a Delicias, por no sé qué extraña razón, le gusta esta parte de las lomas. Estando en su búsqueda, farol en mano, nos
sorprendió el viento, que era tan fuerte que nos arrastraba, desmontamos de
Onelio y con esta soga nos atamos tu tía y yo a este flamboyán, para no ser llevados en volandas por el viento. Onelio,
liberado de nuestro peso, se echó a correr. No volvimos a saber más de él hasta
que ha aparecido contigo. Te juro que has estado en mis pensamientos todo el
rato, hijo, y no he dejado de rezarle a Dios para que fuera benévolo y te
salvara. Y veo que mis plegarias no han sido en vano, aquí estás, de una pieza.
Ay, ese Onelio, qué gran caballo, qué buen animal. A dónde se habrá ido, espero
esté a salvo, concluyó abuelo, e inmediatamente se quedó absorto y comenzó a
llorar, y aunque las lágrimas se confundían con la lluvia, alguna logró caer
sobre mi cara y rodar hasta mi boca para que yo notara el salobre gusto de la
tristeza de mi abuelo. Abuelo Plutarco, que estaba sentado a mi lado, recostó
su cabeza sobre la mía, me rodeó con sus
brazos y me apretó contra su pecho intentando darme calor. Yo no podía ver a
tía Berta, estaba hacia el otro lado, pero la seguí oyendo, cantaba el mismo
bolero una y otra vez: “Ausencia quiere
decir olvido, decir tinieblas, decir jamás, las aves quieren volver al nido…”
Eso cantaba tía Berta.
Allí
pasamos todo lo que restaba del día, bajo la lluvia intempestiva y el viento
malhumorado. A la noche el viento había disminuido y la lluvia se había vuelto
intermitente. A la mañana ya no llovía.
El río crecido había mermado, pero todavía la inundación lo cubría casi todo.
Desde la altura de la loma en la que nos encontrábamos se podía ver, en la lejanía,
a Naranjos totalmente cubierto por el agua, y los tejados de las casas que
habían quedado en pie, como caparazones de raras jicoteas que hubieran aflorado
a la superficie para tomar el sol. La luz de los rayos matutinos de éste último
se posaban sobre el marrón del agua matizándola de reflejos dorados, lo que, paradójicamente, le
insuflaba una enigmática y tétrica belleza a toda esa devastación.
Titiritábamos de frío y la fiebre se había adueñado de mi cuerpo. El sol fue
una bendición para todos y por primera vez fui testigo de otra maravilla en
todo su esplendor, el amanecer. Abuelo Plutarco y tía Berta después de
desatarse ellos lo hicieron conmigo. Tía Berta me cargó en brazos, y ambos
comenzaron a bajar de la loma en dirección a las lindes del agua. A pesar de
que ellos tenían el cuerpo entumecido, adolorido y, posiblemente, también
hubieran enfermado, durante la bajada no se quejaron ni sola una vez. Muy cerca
de la orilla tía Berta se sentó frente al agua, me acomodó en su regazo y
volvió a entonar aquel bolero, a la vez que me apretaba con fuerzas contra su
pecho y lloraba. Abuelo se echó de rodillas sobre el barro, buscó con la vista
a lo lejos nuestra casa y no vio nada. El agua sólo albergaba despojos. Nuestra
casa había sido arrasada completamente, ni el horcón del establo, que como un
mástil imbatible había visto yo, había sobrevivido. Todo se había convertido en
una infecta laguna color chocolate repleta de cadáveres de animales y hasta de
personas. Algunos cuerpos humanos habían sido arrastrados por el agua, e
hinchados y deformes se veían flotar a poca distancia de donde nos
encontrábamos. Los objetos más disímiles asomaban sus formas por toda esta
extraña laguna. Unos minutos después un nuevo milagro se hizo tangible.
Apareció, galopando tras nuestras espaldas, Onelio, y, por encima suyo,
haciendo un ruido espantoso y como si de otro ciclón se tratara, un
helicóptero, y en él venía, como si el Dios
de Abuelo Plutarco lo hubiera enviado, el ángel de la guarda de todos
nosotros, nuestra salvación. Venía mi padre.
Continuará...