Ilustración del autor |
Amalia
caminaba con tristeza, los recuerdos caían despedazados a cada paso y quedaban abiertos, retorcidos, ajados sobre
la húmeda arena. El mar estaba gris. Una nube con forma de ballena de grandes
fauces dormitaba caprichosa sobre un
horizonte indefinido, irreal, como sacado de una acuarela, difuminado por un
descuidado pincel. Amalia, con los cabellos sedientos de brisa, revoloteando
alegres tras su espalda, dejaba la mirada perdida en el mar. Un leve zumbido la
sacó de su ensimismamiento, era un abejorro descarriado que intentaba, a toda
costa, posarse en su pelo y quedar prendido en uno de sus negrísimos rizos. De un manotazo
ahuyentó al inquieto y porfiado insecto que, en vuelo atolondrado, se perdió
tras unas rocas cercanas. Amalia detuvo
sus pasos y se echó de rodillas en la arena, sintió la humedad deliciosa en las
rótulas, en las pantorrillas y en los tobillos. De nuevo un aluvión de
recuerdos, empujados por la melancolía,
cayó sobre la arena y fue arrastrado por las olas. Amalia
vio alejarse flotando la tarde en que conoció a Gabriel; vio enredarse en el
límpido encaje de la espuma el verano hirviente y sensual del 95 que pasaron en en el camping
de Las Clavellinas; observó como era tragada por la cresta de una ola la noche
en que hicieron el amor a la orilla del río, con una coral de sapos y ranas
desgañitándose en las inmediaciones, mientras, en la lejanía, se escuchaba la
romántica canción de una intérprete de moda.
Amalia mujer pájaro, Amalia Flora, Amalia Maja desnuda, Amalia crisantemo, Amalia rosa púrpura del Cairo, Amalia canción desesperada de Neruda, Amalia Batista, Amalia Mayombe...
Cada uno de los apelativos que le inventaba Gabriel alcanzaron las aguas y se fueron veloces, engullidos por el azul salado del mar a las profundidades de
Gabriel chocolate en flor, Gabriel clavo y canela, Gabriel guitarra de azúcar, Gabriel García El Marqués de Caramelo, Gabriel soldado de la música, Gabriel poeta del rifle verde, Gabriel en el verde con un rifle de poeta. Gabriel atravesado por una ráfaga de ametralladora, Gabriel muerto en la tierra ocre de un país enorme, Gabriel asesinado en una nube lila del cielo Angolano. Gabriel intangible, etéreo, invisible, inexistente. Gabriel en una caja de zapatos en un frío nicho de un cementerio descuidado. Gabriel en la memoria y, desde hoy, en la desmemoria.
La vida seguía, le dijeron sus padres. El tiempo todo lo cura, le dijeron los amigos. Las heridas se cierran, le dijeron los ángeles que aparecían en sus sueños. Desde donde él esté querrá que tú seas feliz, le dijeron las pitonisas y cartománticas. Pero ella seguía atada a sus recuerdos, no se despegaba de sus fotos. Sin salir, sin divertirse. De la universidad a la casa y de la casa a
Amalia plañir de campanas de duelo y dolor, Amalia óleo de una mujer sin sombrero, Amalia agua cristalina, Amalia la novia vestida de negro, Amalia sola en una cama fría, Amalia fría en una cama sola, Amalia inerte entre banderas, Amalia rosario de cuentas rotas, Amalia sin hombre, Amalia sin hijos.
Pero Amalia había ido a ver el mar y el mar estaba gris, y una ballena de humo dormitaba en el horizonte tras los incipientes rayos de un débil sol, y Amalia arrodillada sobre la arena rogaba a Yemayá le enviara una señal, y entonces de las aguas salió él. Era un joven delgado, de mediana estatura, de endeble complexión y enormes ojos de mirada triste. Amalia reconoció su propia mirada en aquellos ojos de párpados caídos, pero aún descubrió más, encontró en el fondo de aquellas pupilas la misma soledad, el mismo desamparo que le embargaba a ella. El joven chorreaba agua y tiritaba de frío. Como única pieza de ropa llevaba un bañador de un beige gastado.
__ Hola _ dijo tímidamente al pasar
junto a ella.
__ Hola _contestó Amalia sin
quitarle ojo de encima.
El joven tembloroso se echó unos
metros más allá, al resguardo de una duna. Con los brazos en cruz sobre su
pecho trataba de mitigar el frío. Los dientes le castañeteaban. Amalia sacó de
su bolso playero una toalla y se acercó al joven acurrucado.
__Toma _ le dijo _ te vas a helar, muchacho ¿a quién
se le ocurre meterse en la playa a estas horas?
__ A mí _ contestó él _ y...
gracias. _ tomó la toalla y se enroscó en ella como un gusano en su crisálida.
Pero Amalia había venido a ver el mar y el mar estaba gris y Amalia había venido a olvidar, porque ya era tiempo de olvidar, de deshacerse de todos los recuerdos. Era hora de nacer a una nueva vida. Amalia miraba el mar y arrodillada frente al mar suplicaba a Yemayá que se llevara los recuerdos en las crestas de sus olas. Entonces del agua salió un joven, un escuálido tritón tiritando y castañeteando los dientes. Y Amalia vio en él la señal que le enviaba Yemayá, porque Yemayá y el mar todo lo pueden, todo lo limpian, todo lo curan.
Los ojos del escuálido joven eran marchitos y
grises girasoles en un mundo sin sol. Amalia se le quedó mirando con
curiosidad, escudriñando cada porción de su cara: el moreno de la piel, la
tersura de las mejillas, la leve sombra azulada sobre la comisura de los
gruesos labios (vestigio de un bigote afeitado), el húmedo y arremolinado cabello
goteando aún y las simpáticas orejas de Elfo, en las que, en una de ellas, la
izquierda, un diminuto arete de plata, en
forma de calavera, yacía incrustado en el blando lóbulo. Amalia vio como
comenzaron a rodar las lágrimas una tras otras por las mejillas del joven. Las
vio escaparse sin remedio de aquellos grandes ojos fijos mientras los temblores
seguían recorriendo el cuerpo del muchacho.
__ ¿Qué te pasa? __preguntó ella_ ¿Te
has hecho daño, te duele algo?__ el joven negó con la cabeza. Amalia se echó
frente a él de rodillas, le tomó la cara
entre las manos y levantándole un
poco la cabeza le dijo:
__Tranquilo, ya pasó, sea lo que
sea que te haya sucedido ha acabado.
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