lunes, 30 de mayo de 2016

Abeja Roja (III) De orígenes y otras cosas...






III


Sí, no se preocupe, ahora le cuento lo de los ritos, los misterios y lo de la muerte de Deméter… Ya sé que es ésta la parte de la historia que más suele interesar, quizás la que le ha hecho venir a conocerme. Mientras tanto vayamos comiendo, que esto ya está, y la harina fría, para mi gusto, no vale nada. Ya tuve que comérmela así en la cárcel durante todo el tiempo que tuve que esperar  a que fueran esclarecidos los hechos. Sí, sí, de homicidio involuntario, de eso me acusaron, tiene usted toda la razón. Pero yo no tuve nada que ver con la muerte de Deméter. Todo fue un lamentable accidente. Yo estaba loco por ella, nunca, pero nunca, se me hubiera ocurrido hacerle daño. No, no tengo por qué avergonzarme, estaba enamorado como un “verraco”. Yo creía estar viviendo dentro del mito: ella era la diosa del mismo nombre y yo era Yasión. Por primera vez creía en los cuentos de hadas. Lo nuestro era una nueva puesta en escena de La Bella y la Bestia.  Eso pensaba yo, mas  resultó ser una entelequia; sólo fui un mero instrumento, un triste actorcillo en una farsa muy bien montada, aunque quiero convencerme de que Deméter, en el fondo, llegó a sentir por mí, si no amor, al menos un poco de cariño.

¿Recuerda que le dije que mi destino estaba prefijado? Pues así era. Nada, pero absolutamente nada, había sido producto del azar, Rigo, Guadalupe y Deméter, lo habían planeado todo, y yo, comemierda que siempre he sido, caí en la trampa. Pero para que usted comprenda, señorita, todo esto…, quiero decir, el porqué de todo ese detallado plan,  tengo que explicarle antes varias cosas…

Míreme bien, nunca he sido agraciado… Bueno, para que voy a andar con eufemismos, soy un jabado desteñido y pasú; ñato y ojeroso; de endeble constitución y de pectus excavatum; soy feo y más que feo, mi único atributo físico digno de mención, aparte del verde de mis ojos, lo llevo escondido, no se ve a simple vista, y los otros, los que me hacen humano, persona, buena gente, esos…, tampoco los ve nadie, porque se me valora enseguida por el físico. Entonces, cómo es que una mujer como Deméter se fijó en mí, en un adefesio como yo que, para colmo, el día que tuve que dar la consabida clase sobre la abeja roja, me quedé en blanco y comencé a tartamudear, y no se me ocurrió otra cosa, para salir del paso, que imitar a la gran Sarah Bernhardt* y fingir un desmayo en el proscenio, lo que provocó que, al caer al suelo y no haber calculado bien la caída, mi cabeza fuese a dar de lleno contra el borde del primer escalón y me abriera una brecha que dejó todo el entarimado manchado de sangre y diez puntos de sutura en mi cuero cabelludo. El auditorio pasó de las risitas subrepticias, mientras yo gagueaba, a un ¡Ohhh! generalizado al sentir el estruendo de mi cabeza contra el peldaño. Por qué, señorita, a pesar de tan bochornoso incidente, Deméter aceptó que yo siguiera de profesor invitado y volvió a proponerme relaciones íntimas aquel aciago día en que todo ocurrió… Pues porque  yo cumplía todos los requisitos que ella necesitaba: iluso, moldeable, viril, fértil, “bien dotado” y, lo más importante, porque atávicamente  por mi sangre corrían…, bueno, siguen corriendo, genes griegos, egipcios, romanos y africanos. Aunque a mí para nada me ha servido tanta mezcolanza genética, pues ya ve, lejos de mejorar la especie, la he degradado.

Tiene usted razón,  es algo totalmente  surrealista, pero así es mi árbol genealógico…  ¿De ampanga la cosa, verdad?

Sí, sí, le explico…, le explico: Mire, mi padre es masái e hijo de un masái de Kenia, bueno, esto ya lo sabe usted, porque lo mencioné antes, pero su madre, o sea, mi abuela, no era keniata, era egipcia… ¿Qué cómo llegó allí mi abuela?, esa es otra larga historia, igual de larga que la de la peregrinación de mi padre hasta esta isla… Otro día, si usted quiere, se la cuento… Sigamos: por  parte de mi madre, que nació aquí, que es isleña, su padre, mi abuelo, era italiano, de Roma,  y mi abuela era griega, de Arcadia, y aquí tenemos otra diáspora digna de ser narrada o escrita en el futuro. Como puede comprobar mis ancestros llevaban el gen del éxodo en su doble cadena de ADN.

¿Por qué mis raíces étnicas eran tan importantes para Deméter? A eso iba…,  pero coma, coma usted, que se le va a enfriar la harina. No, no se preocupe por mí, no tengo mucha hambre,  luego la vuelvo a calentar y me la como; la paso por la sartén con un poco de manteca de puerco y estará aún más rica. ¿Está buena, verdad? ¡Claro que sí! No es por querer alardear, pero he descubierto que tengo buena mano también para la cocina. Uno nunca sabe qué semilla escondida lleva dentro, hasta que un día, así, sin más, germina, y  cuando menos te los esperas, florece y fructifica. Nunca se me hubiera pasado por la cabeza que a mí  la horticultura se me iba a dar tan bien, y, mucho menos, la cocina.
Usted siga, siga degustando la harina que yo le sigo contando.

 Mire, cuando Rigo y Guadalupe estuvieron en su misión de estudios en el Amazonas, descubrieron por casualidad, relativamente cerca del nacimiento del río, en la Cordillera de los Andes, en una cueva perdida de la mano de Dios, varias tablas de arcilla que, como la Piedra de Rosetta, tenían grabadas caracteres en tres idiomas distintos: latín, griego y aimara.  Ellos Iban tras la pista de una singular y extraordinaria Dryadula phaetusa, mariposa conocida como tigre de granadilla, de la que habían oído hablar a una tribu de la cuenca del Amazonas y que,  por lo que les habían contado los indígenas sobre las características de este fabuloso ejemplar, su descubrimiento al mundo de la entomología sería una revolución, ya que todo lo relativo a la morfología de esta especie de la familia Nymplalidae, quedaría en entredicho, pues, ya de por sí, tal la describía el chamán de la tribu, alcanzaba unas dimensiones fuera de lo común. Los indígenas, además, le atribuían, a la rara mariposa, propiedades mágicas y divinas. Rigo y Guadalupe se imaginaron copando la portada de la revista Science como aventajados discípulos de Linneo, Wallace,  Fabre o hasta de Darwin, mostrando al mundo este gigantesco lepidóptero, que, por lo visto, tendría que ser algo así como el King Kong de las mariposas. Pero lo que no se pudieron imaginar nunca fue que acabarían siendo émulos de otra gran celebridad, de Jean Fraçois Champollion, el descifrador de la ya mencionada Piedra de Rosetta, sólo que, al contrario del insigne francés, ellos no tuvieron que descifrar absolutamente nada. Guadalupe, además de entomóloga, era semióloga, hermeneuta, etimóloga y una excelente políglota especializada en lenguas muertas y antiguas; hablaba a la perfección el copto, el sumerio, el latín, el griego, el yoruba, el quechua y el aimara, esta última por ser su lengua nativa; ella había nacido en una pequeña población aledaña al lago Tititaca.

A pesar de la importancia arqueológica de este descubrimiento no lo sacaron a la luz, lo mantuvieron oculto. Aunque aquellos textos eran seguramente apócrifos, ellos no podían permitir que lo allí relatado fuese de dominio público, sobre todo Guadalupe. El texto en griego hacía referencia a los ritos secretos  de los misterios de Eleusis; todo parecía indicar que podrían ser fragmentos de diversas tragedias  de Esquilo donde desvelaba parte del culto que tenía que permanecer en absoluto secretismo y por los que, según se cuenta, había sido juzgado y acusado de impiedad; asimismo se reproducía, a continuación, el himno homérico a Deméter y Perséfone. El texto en latín también hacía referencia a los misterios eleusinos y transcribía, íntegramente, El rapto de Proserpina escrito por Ovidio, extraído de su conocida obra Las Metamorfosis. En el texto aimara se revelaban unos asombrosos ritos a todos aquellos dioses antiguos que tuvieran que ver con la fertilidad, la sexualidad o la tierra, mezclándolos con los ritos y misterios de Eleusis, y se detallaba, paso por paso, la ceremonia iniciática (Myesis) para una nueva reencarnación de estos dioses en los seres humanos y alcanzar la Epopteia en una inusual experiencia extática. Era un increíble ajiaco cultural donde se rendía culto a las diosas Pachamama,  Nammu, Oshun, Ixchel, Isis, Tueris, Frayja, Gea, Deméter, y hasta a la virgen María; y a dioses masculinos como Min, Shiva o Príapo, entre otros.  Pero, para ponerle la tapa al pomo, como decimos por aquí, al final del texto se encontraba, enmarcado dentro de un dibujo que semejaba un útero, un rito especial y una receta “mágica” para curar la esterilidad,  donde las abejas y la miel, además de la sangre y el semen de un ser multi-genético, considerado una reencarnación de Príapo, o de cualquiera de esos otros dioses por el estilo, jugaban un papel primordial. Y es aquí donde yo me convertía en una pieza clave.

 Quien quiera que hubiera sido el cronista que había dejado su impronta en aquellas tablas de arcilla, tenía un conocimiento cabal y exhaustivo de todas las mitologías mencionadas y de todos los dioses de cada uno de estos panteones, y, por ciertas acotaciones hechas debajo de los textos principales, era del convencimiento de que todas estas deidades tenían un origen común, ya que todas venían a representar lo mismo; a este origen común lo nombraba Adivairamirp o El gen del origen deífico. Pero donde en realidad estaba lo insólito, lo extraordinario de aquel hallazgo y que resultaba totalmente absurdo, era en la datación de las tablillas, porque, según las pruebas del carbono 14 realizadas por Rigo y Guadalupe, estas tenían una antigüedad de 240 000 años, o sea, que pertenecían al  paleolítico, lo que daba a entender que aquello había sido escrito por un hombre del neandertal, y esto era totalmente imposible. Pero aquí no acaba la cosa. Las tablillas estaban numeradas, seguían un orden establecido para poder ser leídas. En la parte superior izquierda se reflejaba este orden en números romanos, pero, en la parte inferior derecha, aparecían unas cifras con los caracteres propios de la numeración actual, la indo-arábiga, sólo que estaba conformada por ceros y por unos, lo que la convertía en una codificación binaria.



Continuará.... si logro salir de este embrollo


*Leyenda urbana (aunque creo haberlo leído alguna vez en la prensa cubana como cierto) que cuenta  que la gran Diva del teatro francés, en una de sus actuaciones en mi isla, se olvidó del texto y fingió un desmayo dejando al público con dos palmos de narices, pues se dio por concluida la función.
Dryadula phaetusa


lunes, 16 de mayo de 2016

Deméter (Abeja Roja II)




II


Supongo que se quedará usted a comer, no creo que haya saciado el apetito con dos tomates. Tengo hecha una harina de maíz seco con chicharrones y masitas de puerco fritas que le hará relamerse de gusto. ¿Se queda? Sí,  pues entonces pase usted a la cocina, que voy a prender el carbón para calentar la comida. Siéntese ahí, en el taburete blanco, es el más cómodo… Perdón, ¿decía usted? Ah… ¿que cómo conocí a Deméter? Sí, enseguida se lo cuento… Deme ese periódico viejo… Gracias. Es un carbón muy bueno, lo hace el viejo Salustiano, pero necesita un poco de ayuda para comenzar a quemar… Poniendo esta hoja de periódico arrugada debajo de los carbones y echando un poquito de alcohol enseguida prende…  Aviento un poco y… Mire, ya empieza a quemar…  Sólo me queda poner el caldero… Ajá, ya está, en unos minutos estaremos saboreando la harina. Ahora, en lo que se calienta, le sigo contando.



Mire, señorita, cuántas veces habremos comparado una colmena de abejas con una agrupación de individuos ¿muchas, verdad? Casi nos regimos por los mismos patrones de comportamiento, aunque, sin lugar a duda, las abejas son mejores especímenes que los humanos, no es que lo diga yo, ya lo decían Aristóteles y Virgilio. Y quizás, las pobres, de haber sabido leer, se hubieran sentido bastante ofendidas con Bernard Mandeville por haberlas vestido, en su excelente fábula, con los peores ropajes de la raza humana,  haciéndoles padecer, en sus peludos cuerpecillos, todas las miserias y maldades inherentes al hombre; ropajes que, a día de hoy, aún siguen vigentes.


 Las abejas, al igual que las hormigas, son sociedades matriarcales a pequeña escala; esto último lo apunto por el tamaño del continente, no por la cantidad del contenido, porque, si lo valoramos por esto otro, un hormiguero o una colmena, serían el equivalente a ciudades enormes, pero lo que le decía, son colectividades donde todo, absolutamente todo, está al servicio de la reina, la gran madre, ya que es ella la encargada de perpetuar la especie.


La Doctora Deméter Valleflorido, a quien todos llamaban, a espaldas suyas, y para mi sorpresa por lo coincidente del caso: Apis Russeus*, o sea, abeja roja (la culpable de tal apodo era su llameante cabellera de “diávola”), quería,  a toda costa, ser madre, parir, perpetuar la especie;  llevar la ginecocracia a su grado máximo, y la cátedra de entomología de la universidad de Verdolaga con todos sus adeptos, bueno, más que adeptos, acólitos, servían a ese fin. Sólo había un problema, un grandísimo problema: Deméter era yerma.  


Cuando la conocí tenía treintaicinco años muy bien llevados en un cuerpo de estilizada véspula más que de Apis  Mellifera, de Megachile Pluto o de la propia Rodanthidium Sticticum. Sus ojos, de un azul tenue, te arrobaban bajo unas pestañas del mismo tono rojizo de sus cabellos.



Me enamoré perdidamente de Apis Russeus apenas le vi por primera vez, y aquel primer encuentro fue, más que un encuentro, un encontronazo. No es necesario que le diga que soy un poco patoso y gafe, la anécdota con Helenita es buena prueba de ello, pero sí que es una condena o sambenito que heredé de mi padre, guerrero masái, al que acabaron echando de su tribu por sus constantes torpezas y que, por esos azares de la vida, acabó de paria al otro lado del atlántico, en nuestra isla, hasta que conoció a mi madre y se casaron, pero bueno…, ahora esto no viene a cuento, sigamos con lo de mi flechazo a primera vista.



Rigo y Guadalupe me habían invitado a desayunar, esa mañana de viernes en que mi destino se cruzó con Apis Russeus (destino que ya estaba prefijado de antemano), en la cafetería de la universidad, para, mientras devorábamos panes con mantequilla y bebíamos zumos y cafés, esperar a Deméter que  había pedido conocerme, ya que mi ponencia le había resultado, según palabras textuales de Guadalupe:  “muy interesante”, y platicar, además, sobre futuras colaboraciones mías con la cátedra después de que hubiera impartido la referida clase, a la que, por fin, habían logrado buscarle un hueco. Y allí estábamos, en plena conversación, cuando apareció la reina del enjambre, la abeja roja, en el umbral de la puerta, la cual distaba unos diez metros de la mesa en la que nos encontrábamos nosotros. Me quedé embelesado y babeando, igual, pero exactamente igual, que en esas escenas de las comedias románticas  en que el muchacho ve aparecer a la muchacha a cámara lenta y entonces él pone cara de carnero degollado mientras todo a su alrededor desaparece por arte de birlibirloque, hasta sólo quedar ella avanzando, melena al viento y con los andares de un ángel de Victoria’s Secret, hacia donde él se encuentra. Y eso era ella, era un ángel enfundado en una falda tubular rojo bermellón que contrastaba con una blusa blanquísima y entallada de escote en uve, todo ello cubriendo un cuerpo que se contoneaba rítmicamente, a cada paso, sobre unos tacones del mismo color de la falda. Aquella visión era de un erotismo tan procaz que comencé a sentir un hormigueo en Dios salve la parte. Ya se podían ir a volina las mariposas de Helenita con todo el criollismo de las carnes y curvas en que habitaban; yo quería, desde ya, este espécimen híbrido de vespa y apis para mí.



Cuando Deméter llegó hasta nosotros, Rigo y Guadalupe se pusieron inmediatamente de pie. Yo aún estaba embobado, boquiabierto… ¿De qué colmena había salido semejante ejemplar? pensaba, mientras la seguía radiografiando desde la cabeza hasta la puntera de sus tacones de aguja. Rigo me tomó del brazo para conminarme a ponerme de pie y hacer la debida presentación, pero, anonadado como estaba y con mi ya acostumbrada mala pata, en el acto de levantarme choqué contra la mesa, lo que me hizo perder el equilibrio y derramar el vaso de zumo de zanahoria que aún llevaba en la mano sobre la blusa blanca de algodón de Deméter, la que (la blusa, digo) como en un concurso de miss  camiseta mojada, desveló ante mí, transparentándoles en color naranja, los pezones de sus prominentes senos, los cuales, como dos aguijones en posición de ataque, parecían querer sacarme los ojos. Y, para hacer más difícil aún la situación y hasta mucho más patética y vergonzosa, el otro gran atributo que heredé de mi padre, esa robusta “lanza masái”, símbolo de mi virilidad, decidió “ereccionar” (si  me permite el término) con tanta fuerza, que mi calzoncillo atlético no podía mantener enjaulado semejante artefacto guerrero, por lo que, producto de la contienda entre la piel de mi miembro y el tejido de elastómero del calzoncillo, el artefacto guerrero acabó erupcionando como un volcán, cosa de la que dio buena cuenta Deméter, pues, de la misma manera que el Menda Lerenda, no podía apartar la vista de sus bien esculpidas glándulas mamarias, ella, a pesar del sobresalto sufrido, no podía apartar la suya de la escandalosa inflamación de mi entrepierna.



¿Qué oxidado y enfermo resorte dentro de mi cerebro se había activado para que la simple visión de aquella mujer y, luego,  de sus senos bajo la húmeda transparencia de la tela, me provocara semejante reacción? ¡Como si yo, en toda mi vida, no hubiera visto torsos femeninos desnudos! Estaba harto de ver tetas…, aunque, para ser fiel a la realidad, la mayoría de las veces habían sido en revistas pornográficas…  Pero lo que todavía me pareció mucho más inexplicable fue la celeridad con que había ocurrido todo.



Por suerte la cafetería no estaba muy concurrida; sólo una mesa, al fondo, cerca de la salida al jardín, estaba ocupada por una pareja de estudiantes; ambos con los auriculares puestos y enchufados a sus teléfonos móviles, desayunando y oyendo música, ajenos a la realidad circundante. Yo hubiera querido que la tierra se hubiese abierto y me hubiese tragado en sus fauces. Todos nos habíamos quedado estáticos, ninguno de los cuatro se atrevía a abrir la boca. Guadalupe y Rigo eran dos figuras de yeso, blancas como la leche de la jarra que había sobre la mesa, y yo, para hacer el contrapunto, rojo, como la mismísima falda de Deméter. La mancha en mi pantalón siguió creciendo aceleradamente. Pero si mi reacción físico-erótica había sido inexplicable y hasta descabellada, más lo fue lo que sucedió a continuación. Deméter inspiro y expiró con ímpetu, sacudió su bermeja melena con unos movimientos de cabeza, echó mano de una servilleta y, cuando todos pensábamos que se iba a secar el busto, me apartó de la mesa, se arrodilló delante de mí y comenzó a frotar sobre la mancha de mi pantalón. La “lanza masái”, producto de la  continua fricción a la que estaba siendo sometida, recurrió de nuevo a la dilatación de los vasos sanguíneos de su cuerpo cavernoso, dejando entrar mayor cantidad de sangre, y, una vez más, hizo gala de su gran capacidad elástica y eréctil. Deméter seguía frotando, pero, al comprobar que aquello no daba resultado, que, al contrario, la mancha seguía expandiéndose y tornándose más oscura, se puso en pie, me tomó de la mano y me llevó a rastras dando trompicones. Rigo y Guadalupe recobraron su color inicial y esbozaron una sonrisa picarona. Los dos estudiantes de la última mesa levantaron la vista, nos miraron extrañados unos segundos y volvieron  a su estatus de obnubilación melómana perpetua.




Saliendo del comedor, a mano derecha, el pasillo se alargaba, infinito, como en un sueño surrealista; pensé que si tenía que recorrer toda aquella distancia con “la casa de campaña levantada” en mi zona pélvica y, de pronto, salieran los alumnos de sus aulas, lo de mi meadera, cuando las mariposas de Helenita, iba quedar en una infinitesimal anécdota. Por suerte, recorridos unos cuantos metros, se encontraba el habitáculo de los enseres de limpieza, y allí, abruptamente, me metió Deméter. Cerró la puerta por dentro y me acorraló contra la estantería repleta de detergentes, ambientadores y lejías; lo que pasó después no se lo puedo contar, no es apto para todos los públicos y, como decimos por acá, ni apto para cardiacos, y mucho menos se lo contaría a una señorita como usted, que parece tan fina y elegante. Sólo le puedo decir una cosa, mi labor fornicadora logró saciar el ímpetu de Deméter, por lo que me gané, por derecho propio, el status de zángano. A partir de ese día mi falo dejó de llamarse “lanza masái” para apodarse “El gran aguijón”; tal lo había rebautizado Deméter.


*Apis Russeus: Seguramente este término será incorrecto, no he podido encontrarlo en mi búsqueda por diferentes textos y páginas web, por lo tanto, acéptese  como  una licencia literaria que me he tomado uniendo dos vocablos procedentes del latín.


jueves, 12 de mayo de 2016

Abeja Roja




Quizás la única manera de verme obligado, algún día, a terminar este relato, es publicando algunos  fragmentos. Lo que comenzó como una farsa o un sainete algo vernáculo para desterrar una tristeza corrosiva, después de varias reescrituras se ha convertido en algo completamente diferente. La verdad es que, también, me he metido en  un verdadero berenjenal del que no logro salir, ya que, a medida que voy escribiendo, se me ocurren diversas tramas y no sé, aún, cual me agrada más y,  menos, cuál es la más idónea.

Así que léase este relato como lo que es, un simple divertimento sin  pretensiones literarias, al que me aboqué en su día para combatir la  ya mencionada tristeza además de la abulia. Ambas llevaban, en aquella época,  un tiempo rondándome y no veía mejor  manera para poder asesinarlas poco a poco y lentamente que intentando escribir en clave de humor.

 Gracias por la lectura. Aquí les dejo con el primer capítulo.


ABEJA ROJA
I







Pruebe, pruebe  uno… ¿Jugosos, eh…? No encontrará otros como los míos en toda la zona…




Bueno, sobre lo que me había preguntado usted…  Mire, yo nunca pensé formar parte de la cátedra, ellos me invitaron. Todo fue por culpa de aquel curso de entomología, específicamente sobre los himenópteros,  que daba mi amigo Rigoberto Vasconcelos, y al que me apunté más por complacerle que por otra cosa, porque, la verdad, a mí las hormigas, abejas y avispas, no es que me interesaran mucho en aquella época, mi especialidad eran los lepidópteros…, las mariposas,  hablando en cristiano,  a las que me había aficionado desde que Helenita Troya, un amor imposible de mi adolescencia,   nos había desvelado en clase de educación física los sugerentes tatuajes que le había hecho, no recuerdo quién, de dos hermosos especímenes. Uno lo llevaba bajo el ombligo: allí exhibía con desfachatez la  Danaus Plexippus, comúnmente llamada mariposa monarca.  El otro lo llevaba en la rabadilla; aquí, con más descaro aún, la Morpho Didius haciendo gala de su paleta cromática de azules.  En ambos tatuajes el trabajo del artista había sido exquisito, ya no sólo por la belleza de las especies seleccionadas, sino, además, por el nivel de preciosismo y realismo conseguidos…



Coja otro, no se lo voy a cobrar…., mire, éste, éste mismo… ¡Fíjese qué piel tan tersa, qué rojo tan bonito! Y el sabor… ¿qué me dice del sabor…? ¡Muy bueno, eh! Nadie cuida los tomates como yo; les trato con mucho mimo y les nutro con un abono especial…



¿Por dónde iba…? Ah, sí… Hasta aquel momento las mariposas para mí eran sólo unos insectos a los que  la naturaleza  había tenido la gentileza de dotar de cierta gracia entre tanto bicho feo, pero, al contemplar las de Helenita, mi visión cambió radicalmente y, en aquel preciso instante, pasaron a ser las criaturas más hermosas, sexys y angelicales de toda Insectolandia. Si ya Helenita me erotizaba con su exuberante cuerpo a lo “Criollita de Wilson”*, el añadido de los tatuajes en sus carnes me transportó, directamente, al éxtasis supremo. Me lancé como un poseso a leer cuanto libro hallé de lepidópteros. Principalmente mi objetivo se ceñía  a indagar  cuáles eran las especies que habitaban, coloreadas en tinta, su piel de quinceañera, para luego, información en mano, poder entablar una conversación con ella (la típica  que rompe el hielo), ya que, de otra forma, dada mi timidez y mi físico, yo era consciente de que no sería capaz de comenzar. Aquellas mariposas eran el pretexto idóneo. Pero, a medida que iba investigando y metiéndome  en ese mundo, me quedé  atrapado  en la  red de los cazamariposas como un lepidóptero más, y, a la par que fue creciendo mi libido por Helenita, fue creciendo mi pasión por las mariposas…



Lo siento, me estoy alejando del tema… Aunque por la expresión de su cara  creo entender que  también le interesa esta historia  ¿Se la sigo contando…? ¿Sí? Muy bien. Sí, lo entiendo, todo puede serle útil…



Pues, mire usted, el día que creí que ya estaba totalmente preparado: mi cerebro rebosante de toda la información necesaria sobre las  mariposas en cuestión,  decidí ir en busca de Helenita, aunque Rigo me había advertido que no lo hiciera, que aquello iba a ser un suicidio social…  Sí, Rigo, Rigoberto, mi mejor amigo en aquella época, el mismo del curso de entomología del que le he hablado antes. Según como él lo veía, aquello iba a ser un desastre, y, para argumentarlo, me enumeró toda una ristra de torpezas que yo había ido coleccionando en lo referente al cortejo de las féminas. Yo no le hice caso, porque pensé que estaba celoso: él también iba detrás de las mariposas de Helenita. Así que, desoyendo el consejo de  Rigo, me presenté delante de ella en el recreo y, tartamudeando como un imbécil, comencé a soltarle datos a diestra y siniestra sobre sus epidérmicos insectos sin tan siquiera articular un simple “Hola”, así, tal cual, como un androide al que aprietan una tecla y  suelta de golpe toda la cantinela que le ha sido programada. He de decirle que para llegar a cometer tamaña ridiculez (no podría llamarle de otra forma) y darme el valor necesario, me había tomado con anterioridad unos cuantos vasos de tilo con cañasanta y otros tantos buches de ron Paticruzado, que, por supuesto, me sentaron como una bomba, por lo que, al tiempo que recitaba mi abrupta letanía lepidóptera, mi vejiga se levantó en pie de guerra y dijo: “hasta aquí he llegado”,  enviando al cerebro la orden inmediata de miccionar, entonces, en un pírrico intento de aguantarme las ganas, crucé las piernas, pero… qué va, no había  modo de contener aquello, el deseo se intensificó  y comencé a contorsionarme de una manera escandalosa, emulando al mismísimo muñeco de la etiqueta de la botella de ron, lo que trajo al traste que la chiquillada  reparara en mí y que la hilaridad, llevada a su máximo extremo (carcajadas sonoras y estruendosas), se adueñara de todo el patio. Helenita fue la primera en comenzar a reír desenfrenadamente y señalándome con el dedo me dijo: “Chico, eres tremendo, pero tremendo cacho de guanajo”, con la misma se  dio media vuelta y me dejó allí, convertido en carne fresca para la jauría. Yo, en ese momento, hubiera querido ser como la Greta Oto o la Haetera Piera: transparente e invisible a la mirada de aquellos carcajeantes depredadores. Salí disparado hacia los lavabos dejando una estela de risotadas a mi paso.  Aliviando la vejiga, en el apestoso meadero, llegue al convencimiento de que Helenita nunca más me miraría con buenos ojos y que cualquier atisbo de esperanza de una relación con ella sólo sucedería en mis sueños. Durante mucho tiempo seguí queriéndola en silencio,  desde un visceral platonismo, hasta que un día ella desapareció inexplicablemente y nunca más volvimos a verla. Al poco alguien comentó que se había ido en una balsa para Miami. Nunca la he olvidado. Cada vez que veo una mariposa mi mente me la devuelve e intento imaginármela con la edad que tendría hoy.



¿Un poquito de agua? Sí, por supuesto,  sírvase usted misma… Coja la de la tinaja, estará más fresca. ¿Sabe…? Hay algo en usted que me la recuerda… Sí, sí, a Helenita Troya… 



¿De verdad cree que ésta también puede ser  una buena historia para un relato? Yo no le veo mucha carne literaria a mis fatalidades… Bueno, si usted lo dice… Es usted la que sabe de estas cosas. ¿Qué…? Por supuesto, ahora continúo con lo del curso y la cátedra.



Como le contaba al principio, antes de que me fuera por las ramas con lo de las mariposas. Me apunté al curso de entomología para complacer a Rigo,  que me había estado dando la tabarra durante casi un mes con una única y vacua excusa, la de que le haría mucha, pero mucha ilusión, que yo asistiera. Rigo y yo éramos amigos desde la primaria y, a pesar, como le he contado, de que ambos estuvimos detrás de las mariposas de Helenita, llegando a existir una pequeña rivalidad entre nosotros, lo cierto es que siempre nos habíamos llevado estupendamente. A los dos nos gustaban las ciencias, la misma música y hasta los mismos poetas; juntos nos fuimos a estudiar biología a la universidad de Almácigo, en la capital de la isla. Él, al acabar la carrera, se especializó en entomología, como ya ha podido suponer.  Yo no pude acabarla, a medio curso del segundo año contraje una rara y contagiosa enfermedad que me dejó casi cadáver durante un trienio. Cuando me recuperé ya no me veía con fuerzas para retomar los estudios de biología; demasiados años perdidos y demasiados años por delante, así que me incorporé al destacamento pedagógico y en poco tiempo me gradué de maestro.



Como ve, tras la universidad, nuestros destinos tomaron diferentes derroteros. Pasado unos meses, después de graduarse con honores en la especialización de entomología, Rigo fue seleccionado para una misión de estudios en el Amazonas en la que estuvo cerca dos años; allí conoció a la que es hoy su esposa: Guadalupe Saavedra; acabada la misión ambos recalaron en la Universidad de Verdolaga, en nuestra provincia; allí fue donde  ocurrió todo…



Sí, sí, estoy bien, no se preocupe, lo estoy superando. Ha pasado mucho tiempo, pero es difícil olvidar… La muerte de Deméter me dejó seco, árido, perdido… Bueno, el pasado, pasado está. Continúo.



Hacía más de un año que Rigo y Guadalupe estaban allí, en Verdolaga, y allí era donde él impartiría el curso. Yo, por mi parte, después de acabar el pedagógico, había hecho varios intentos por acceder a una beca de maestro para un programa de intercambio  en la antigua RDA, que no es que me interesara mucho pero, si lograba hacerme con la plaza, tendría la posibilidad de escapar una temporada de la mediocridad de nuestro pueblo.  Cómo indica la lógica, para tal menester, era imprescindible aprender alemán, pero resultó que la dichosa lengua no me entraba ni rajándome  la cabeza y metiéndome todos los diccionarios dentro, por lo que tuve  que desistir y, al final, optar por un puesto vacante de profesor de ciencias, que nadie quería, en mi antigua escuela secundaria, donde, para más inri,  mi fama como el “meón paticruzado, amante de las mariposas” aún perduraba en la memoria del profesorado. Y un buen día, cogiendo botella  a las afueras de la escuela, cosa que hacía diariamente para dirigirme a mi casa, Rigoberto apareció ante mí conduciendo un Lada blanco, fruto del reconocimiento que le habían dado por su misión en el Amazonas. Fue una agradabilísima sorpresa. Después de los abrazos de rigor, mi amigo se ofreció para llevarme a casa. Monté en su carro de diseño soviético y, durante el transcurso del viaje, nos contamos nuestras respectivas vivencias y avatares desde que habíamos dejado de vernos. Fue en este viaje, precisamente, donde me invitó a su curso por primera vez, porque, como ya le he dicho antes, luego estuvo dándome la lata bastante tiempo, ya que lo de recogerme a la salida de la escuela se convirtió en una rutina.



Llegado el momento, asistí al curso. La verdad es que, sorprendentemente,  me resultó muy ameno; Rigo tenía un magnetismo especial, un don para captar el interés de los oyentes que era algo fuera de lo común; sus clases destilaban magia, lograban involucrarte del todo. Aprendí muchísimo y logró contagiarme su pasión por los himenópteros.





Como trabajo final del susodicho curso hice  una pequeña ponencia sobre la abeja roja Rhodanthidium Sticticum, e intenté poner en ella toda esa pasión adquirida. A Rigo la ponencia le pareció muy buena, “volaísima”, dijo, término que  no escuchaba yo desde nuestros años de secundaria. Y le agradó tanto la ponencia (eso creí) que quiso incluirla en su temario docente, previo consentimiento mío, claro está, pero no para impartirla él en clase, sino para que lo hiciera yo mismo. Dos días después, Guadalupe, que para ese entonces ya era la vicerrectora de la cátedra de entomología, me llamó por teléfono para decirme que habían aprobado la solicitud de Rigo y que me aceptaban como profesor invitado en la cátedra. Me dijo, además, que mi ponencia sobre la abeja roja sería programada en breve, que ya se pondrían de acuerdo conmigo para la fecha y la hora de mi exposición, pues, aún, tenían que hacer los ajustes necesarios en el programa lectivo con tal propósito. Imagínense mi asombro desde el momento mismo en que Rigo me hizo la oferta. ¡Yo, que era un entomólogo aficionado, un profesorcillo de ciencias naturales en una secundaria del tres al cuarto, iba a dar una clase  en un recinto universitario! Cuando lo pensé bien, me cagué en los pantalones, pero, en un segundo ataque de locura, me dije con mucho optimismo: Venga, Diluvio, has de coger el toro por los cuernos. Quizás hubiera sido más apropiado haber dicho “al escarabajo por el cuerno”, o, aún más, “a la abeja por el aguijón”, pero, en fin, eso fue lo que me dije. 



¿Qué de dónde viene mi nombre…? Cosas de mi madre,  católica que renegó de todos los santos cuando un aguacero descomunal, que duró varias horas, la sorprendió debajo de una güira cimarrona al mismo tiempo que rompía aguas y ningún miembro del santoral cristiano apareció por los alrededores, ni siquiera el mismísimo Cristo, para auxiliarla, por lo que parió allí, sin ayuda de nadie, como antiguamente hacían las indias taínas.  Menos mal que, visto lo visto, le dio por bautizarme Diluvio y no Güiro. Y ahora que lo pienso bien, supongo que en ese momento mi madre no recordó que con el fruto de la Crescentia Cujete, o sea, la güira, se fabricaban las maracas, porque, de haberlo recordado, tenía todos los números para que me hubiese bautizado con el nombre de Maraco, cuyo diminutivo sería Maraquito, y de ahí a mariquita, hay sólo una I y una A de diferencia. ¡Jesús y la virgen! Ya bastante tuve con mi fealdad durante mi niñez como para que, encima, me hubiera ganado tal apelativo.



Así empezó mi andadura por la cátedra, con una ponencia sobre la abeja roja. Y aquí estoy ahora, yo, Diluvio Nyakuni, un año después, fuera de la cátedra, cultivando tomates en Perdición, mi pueblo natal, un pueblo perdido en los quintos infiernos, tal como su nombre indica y usted ha podido comprobar. Aquí estoy, vuelto a mis orígenes guajiros, convertido en un solitario hortelano y sin deseos de volver a pisar la Universidad de Verdolaga en lo que me resta de vida.

*Criollita de Wilson: Así se les llama  las  mujeres cubanas exuberantes y con curvas, debido a las Criollitas,  personajes creados por el  caricaturista y humorista gráfico cubano Luis Felipe Wilson.


       
Danaus Plexippus (Mariposa Monarca)

Morpho Didius
Rhodanthidium Sticticum (Abeja Roja)

Greta Oto

Haetera Piera