Óleo de Kamea Hadar / HAWAI |
En ese bar de ahí en frente, el del
letrero de neón azul, ahora mismo está sentado a una mesa Arturo Tristán. Está,
os lo puedo asegurar, teniendo en cuenta la hora, bebiendo un café con leche,
bien cargado de café, mientras rellena el crucigrama de La Vanguardia. Si nos
acercamos al bar, franqueamos su puerta y dirigimos la mirada hacia la
izquierda, le veremos en la mesa número tres, al costado de la ventana con
vistas al lago. Si nos acercamos aún más, justo hasta poder oler el aroma del
café que está bebiendo, veremos que ya tiene casi la mitad del crucigrama
resuelto, que va muy bien afeitado y que, mezclándose con el aroma del café,
podemos percibir su colonia de acentuados toques a madera y a flores
silvestres, pero, sobre todo, apreciaremos la ligera línea que le atraviesa la
mejilla, le baja por la quijada y se pierde entre los poderosos músculos de su
cuello. Nos daremos cuenta, al instante, de que es como un dibujo dejado por la
fina punta de un pincel de acero, una cicatriz
casi imperceptible, pero que, años atrás, fue un impresionante surtidor
de sangre, una brecha en la carne que a más de uno que la vio, en el momento en
que transcurrieron los hechos, le hizo palidecer, marearse o lanzar gritos de
espanto.
Ahora que ya estamos aquí, delante
de él, en persona, podemos hasta oír la voz de su mente, siempre que agucemos
el oído y nos concentremos al máximo. ONÍRICO, dice, mientras desgrana la
palabra por cada casilla de la columna vertical número diez. Luego nos podemos
percatar de que se ha quedado un poco perplejo, reflexionando, y que la
cicatriz permanece inmune a la contrariedad de su rostro, que la cicatriz
parece estar muerta, que toda la faz de Arturo la ignora, aunque ella trate de
revelarse como la huella perdurable de la violencia extrema, porque si en vez
de su atacante haberle marcado la cara, le hubiera dado un tajo, por muy leve
que hubiera sido, en la yugular, quizás, ahora mismo, no estuviéramos
observando a Arturo Tristán sonreír al haber dado con la siguiente palabra:
DESEO, la cual anota con cuidadosos caracteres de grafito a lo largo de la fila
horizontal número doce. Y si ahora acercamos aún más nuestra cara a su cara, la
distinguirán al detalle. Ahí está la cicatriz, la vemos totalmente ampliada,
como a través de una lente, y vemos que,
en ciertos tramos de ésta, la piel se abulta y se contrae en rítmicos latidos.
Debajo de ese tímido verdugón pareciera haber vida propia, alguna ignota fuerza
deseosa de hacerse visible, corpórea, independiente. Bajo esa costura está
agazapado el momento, la historia de aquel suceso que Arturo ha pagado con
creces: cinco años en la prisión estatal. Pero, aunque Arturo parece haber
perdonado, haber pasado página, la cicatriz no, se mantiene intolerante, como
si la sangre que palpita bajo ella, estuviera envenenada, ebria de venganza.
Alejémonos ahora de Arturo y
dirijámonos a la mesa del fondo, la que está casi junto a la entrada de los aseos. Los ven, sí, a
esos, a esos dos: la chica con el chaleco de cuero y cara rubicunda y al hombre que la acompaña. Hoy se han
encontrado después de veinte años. Él es el padre… pero acerquémonos más, sólo un poco más, hasta que comprobemos
el parecido físico entre ambos… ven lo que yo veo, ese azul acuoso que colorea
las pupilas de ella y de él, y esos graciosos hoyuelos en sus barbillas, como
si los hubieran calcado: original y copia… él es el padre, os decía, y, por
supuesto, ella, la hija, la hija abandonada cuando apenas se formaba en el
útero materno. Ella se llama Elena, también lleva cicatrices, pero, al
contrario que a Arturo, no se le ven, las lleva ocultas tras esas grandes
pulseras de cuero y púas. No obstante, si miramos de nuevo, escrutando
milimétricamente sus muñecas, veremos escapar las cicatrices mientras gesticula
al hablar, son visiones breves, pequeñísimas ráfagas, pero las vemos. Él
tampoco se salva, sus cicatrices, que de igual manera no están a la vista, se
disputan el territorio de su abdomen y su torso, bajo algunas de ellas viven
incrustadas viejas esquirlas, metralla que aún Roger no sabe…, ah, sí, perdón,
él se llama Roger, Roger Donovan… pues él no sabe que una metralla le va matar,
esa que hace mucho tiempo viaja por su venas y pasa de prisa por su corazón,
una y otra vez, pero no es metálica, no es el fragmento de la explosión de una
mina en las ocres arenas iraquíes, no. Es una esquirla de carne y hueso, se
llama Susan, es quince años menor que él, y es la mujer con la que vive desde
hace bastante tiempo, demasiado, según piensa Roger. Él ha viajado miles de
kilómetros para estar aquí hoy, en este reencuentro. Ha dejado Nueva York
envuelta en la neblina de una mañana grisácea y lluviosa, en la que su
apartamento, en los suburbios, parecía quedar tragado por la voracidad de la
ira, la incomprensión y la rabia enfermiza, y hasta infantil, de su joven
amante, esa hermosa y pelirroja Susan, con su piel tan blanca como la nata y
los senos salpicados de pecas, como espolvoreados de azúcar moreno, que le
daban una sensualidad única a su escote; esa Susan de ojos verdes felinos, verde
intenso y esperanzador (tal fue su primera impresión cuando la conoció) que le
hicieron sentir de nuevo, que le sacaron de aquel hoyo oscuro en el que caía
lentamente cuando pensaba que ya todo estaba perdido.
Ahora está frente a su hija de
veinte años, con la que guarda un gran parecido y que le recuerda a su madre, a
su madre de él, la abuela Denisse, y a la que escucha embelesado, y no puede
creer que haya estado ausente de la vida de esta indefensa muchacha tanto
tiempo. Pero por eso está aquí, para poner remedio a este error del destino,
porque nunca es demasiado tarde.
Ahora observemos a Elena con
detenimiento, fíjense en sus labios pintados de marrón oscuro, casi negro, en
el exceso de rímel y en esa sombra negra sobre los párpados, que hacen que sus
ojos azules resalten, que sean como lucecillas encendidas en las esferas
nocturnas que parecen las cuencas de esos mismos ojos. Vean como habla y habla
sin parar, porque no quiere que nada quede oculto, que nada quede olvidado,
nada quede sumido en su antigua oscuridad, porque a pesar de esa camiseta negra con el letrero
de Metallica, ese chaleco de cuero, ese tejano negro y roto, esas botas altas y
llenas de hebillas, todas esas pulseras de raras formas y con púas, que le dan
una imagen de chica dura, Elena es un débil ángel que ha resucitado de las
ruinas, que se siente amada, no de ahora que se ha reencontrado con su padre,
no, desde hace dos años, cuando conoció a Joan, el bajista del grupo de rock en
el que ella canta. Elena se siente feliz porque aquí hay otro comienzo, porque
en realidad esto no es un reencuentro, es una primera cita, es un renacer,
porque nunca había visto a su padre físicamente, sólo en una foto. Y si pudiéramos atravesar con la mirada la
gruesa piel de su chaleco veríamos que en el bolsillo interior está esa foto,
ajada y amarillenta, en la que su padre, vestido de uniforme militar, sonríe de
oreja a oreja, y está sentado sobre unas rocas con el mar de fondo, y si
pudiéramos voltear la instantánea leeríamos en el reverso, escrito en una descuidada
e infantil caligrafía: Para Carmen.
Siempre tuyo: Roger. Base Naval de Rota, Cádiz, Enero del 2003.
Ahora vayamos hacia la barra, donde
Margarita, la camarera, está limpiando, sólo hemos de retroceder unos cuantos
pasos. Se dan cuenta con que ímpetu pasa el paño por la pulida madera oscura y
frota y frota sobre esa mancha de ketchup como si le fuera la vida en ello.
Observen la pulcritud de su ropa, admiren su cabello recogido en ese
arquitectónico moño, deléitense con las manos cuidadas al extremo y esa
manicura perfecta, donde las uñas largas, de un bermellón exaltado, parecieran
lágrimas de sangre plastificadas, lágrimas como esas que cada noche vierte en
la soledad de su apartamento. La cicatriz de Margarita tampoco está visible,
porque aún su herida no está cerrada, sigue abierta lacerándole el alma. Veamos
ahora como se queda con la vista perdida tras los cristales que dan a la calle
después de haber acabado de limpiar la barra.
Fíjense bien en esa tristeza de sus
ojos que no hay exceso de maquillaje que pueda disimular. En qué piensa
Margarita, nos preguntamos, al verla así, estática, como de cera, navegando por
no sabemos qué parajes, absorta en no sabemos qué recuerdos, bueno, no lo saben
ustedes, yo sí, yo sé cuál es la herida de Margarita, la que la tiene sangrando,
día sí y día también, en una hemorragia continúa. Margarita, hoy por hoy,
podría haber sido un personaje escrito por Lorca, Margarita, hoy, a sus treinta
años, pudiera llamarse Yerma. Ahora, de
pronto, le vemos un chispazo en los
ojos, lo han notado ¿no? observen, observen bien, se dan cuenta como se ha
girado un poco, cómo su mirada ya no está perdida, si no que se concentra en un
punto fijo, un punto detrás de esos cristales, un punto que tiene forma humana
y que ha salido del interior de la lavandería y que, con parsimonia saca un
cigarrillo y se lo lleva a la boca, ese punto que es un hombre de piel morena,
de aspecto latino, cubano quizás, o brasileño. Pero vean bien el matiz de ese
chispazo en los ojos de Margarita, hay odio, mucho odio y rencor. Vean ahora
como se gira, da la espalda a ese punto humano y aprieta, estruja, retuerce la
bayeta de color amarillo en sus manos, como si retorciera el cuello de ese
individuo.
Si nos alejamos ahora de Margarita
y echamos un vistazo en derredor, veremos que sólo hay ocupadas dos mesas más,
pero las historias de sus ocupantes no
nos interesan en este momento, sólo son aves de paso: un camionero con destino
a Tarragona y una turista francesa cansada de tanto andar y que se refresca con
un batido de frutas. Seguramente serán dueños, cada uno, de alguna cicatriz,
pero ambos, en breve, se marcharán, dejándonos a solas con nuestros
protagonistas. Si ahora usted quisiera ahondar más en las vidas de estos
últimos, inspeccionar de primera mano las cicatrices de estos seres
atribulados, de estos seres marcados por el azar y las desgracias, pero que son
tan seres humanos como usted o como yo, sólo tendría que sentarse a la mesa de
cada uno de ellos para escucharlos. ¿Se atreve? ¿Sí? Pues venga. Empecemos con
Arturo, y sigamos en el mismo orden en que han ido apareciendo. Sentémonos
despacio, sin hacer mucho ruido. Muy bien, ya está, ahora sólo compórtese como
un mero espectador, deje que ellos hablen por sí solos. Es el teatro de la vida
real, el club de la comedia humana, que empiece el Sr. Tristán su monólogo, que
empiece la función:
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