Granujilla /George Owen Wynne Apperle / Inglaterra |
Aún, durante unos instantes, continúan observándose.
Si aprecian bien hay felicidad y tristeza en sus miradas, son como dos manchas,
una de un azul más tenue y la otra de un azul que se hace gris. Conviven
juntas, entrelazadas en eterna simbiosis molecular, partícula con partícula,
átomo con átomo, pigmento con pigmento, conviviendo en las pupilas de dos seres
dueños y víctimas del abandono. En los ojos de Elena la mancha azul tenue es
más grande que la gris, en los de Roger, todo lo contrario, la gris está
devorando lentamente a la azul, pero quizás, a partir de ahora, con este
reencuentro, el azul comience a ganar la batalla.
_ Necesito que
me cuentes todo… _ la palabra que ahora
va a decir no la ha dicho en voz alta en toda su vida, por eso le cuesta y
vemos como balbucea como si fuera una párvula_…Papá.
_ Por dónde
quieres que empiece… _ él, en cambio, la
suya, la dice con determinación, con
convencimiento, con orgullo_…Hija.
_ ¿Cómo
conociste a Mamá?
_ Seguramente tu
madre ya te lo habrá contado muchas veces…
_Mamá no me
reconoce, no sabe quién soy… en realidad…, no me ha conocido nunca.
“_Hey, girl…,
bonita muchacha, tú partir my heart.”
“_ Pero será pesado
el americano éste… A ver, mi alma, que no te entiendo ni jota, ni el jeart ese
ni ninguna otra cosa, jajaja…”_ dice ella
dirigiéndose a sus amigas y luego a Roger. Y ríe de una manera desenfadada. Y a
él le parece la risa perfecta para esa mujer extrovertida.
Benny, Don y él habían ido de bar en bar, de
terraza en terraza, llevaban ya algunas copas, pero muy escasas, todavía había
sobriedad en sus cuerpos, en su cerebros y en sus lenguas. Entonces llegaron a
aquella terraza frente al mar. Y allí estaban ellas, tres hermosas mujeres
morenas para un pelirrojo, pecoso, ojiverde, alto, y correoso Benny, de rostro
amable, sonrisa infantil y cuerpo trabajado en el gimnasio; un afroamericano
Don, de pómulos marcados, labios
enormes, dentadura blanquísima, como una cuchillada de luz cuando reía. Don era
el más bajo de los tres, pero le compensaba su cuerpo de púgil peso pluma; y él,
Roger, casi tan alto como Benny, pero el doble de corpulento, rubio, ojos azul
claro y rostro duro, de cuadrada mandíbula, pómulos colorados, pero
increíblemente simpático para ser americano.
Ellas: Asunción, exuberante, baja y de
amplias caderas, ojos negrísimos y picarones, bella como una pintura de George
Owen Wynne Apperley, eso pensó Don, cuando ya sentado a sus vera la chica no
dejaba de toquetearle, y no se equivocaba, porque, en realidad, cualquiera de
las tres muchachas pudiera haber sido, perfectamente, modelo del artista
inglés, y haber brotado de alguno de sus lienzos de andaluzas y gitanas. Después
venía Enriqueta, con su cara afilada, su graciosa nariz de muñeca de porcelana
y aquellos ojos enormes que ocupaban su rostro como si fueran dos pájaros vivos
dispuestos a echarse a volar, de senos pequeños y delgada, pero de culo
respingón, y de la que Benny quedó prendado, y, por último, Carmen: su belleza
era totalmente atípica, quizás la menos bella de las tres, no obstante, tenía un no sé qué en su mirada, en sus gestos, en
sus curvas… Su manera de reír era única, una estruendosa carcajada llena de
vitalidad que le achinaba los ojos y le hacía tremolar todo el torso. Tenía el cabello
más negro que Roger había visto en su vida, y los ojos eran de un marrón
intenso, vitales, limpios, y luego estaba aquel cuerpo perfectamente
equilibrado y sensual.”
“_ A mí me gusta
el moreno_ dijo Asunción._ si no vas
tú, voy yo y los invito. A que sí, Queta.”
“_Sí, Asun, sí,
si no, a qué hemos venido, a estar como pasmarotes. Yo hace mucho que no me
como un rosco, y a cualquiera de esos tres me los meriendo, jajajaja. _Dijo Enriqueta.
_ Venga, no seas
aguafiestas, Carmina, que están bien guapos los yanquis. Venga, hazle una seña
al rubio ese, que se sienten con nosotras, y dile que nos inviten a otra copa,
chiquilla. Venga, anda. No ves que el rubio te está comiendo con los ojos,
pa’mí que ya te ha hasta desnudao, jajajaja_
le dijo Asunción a Carmen y siguió riendo con malicia.
Entonces Carmen observa con detenimiento a
Roger. Es un hombre que exuda virilidad por los cuatro costados, no hay duda, y
a ella siempre le han gustado los tíos muy machos. Le sostiene la mirada
mientras él también está embelesado diseccionándola, y ella ve esa llama azul
en sus ojos, no hay sólo lujuria, hay más, hay bondad, una bondad que no cuadra
con ese cuerpo de armario empotrado, y eso le gusta. Descubre que la mira con
otra especie de deseo, ese hombre no quiere sólo follar, quiere también amar,
es de los que se entrega en su totalidad. Ella sabe de esas cosas, ella tiene
ese sexto sentido.
Ellos están sólo unos metros más allá, y los
tres, entre trago y trago, no dejan de mirarlas. Carmen levanta su copa y con
un gesto de su cabeza les conmina a acompañarles. Y ese gesto tan simple, que
le haría entrar a los predios de la felicidad, a la vivencia de un amor
desenfrenado, visceral y auténtico, le llevará también a su desgracia, aunque
ella nunca tendrá conciencia de esto. Nunca recordará aquel día que, ya
embarazada y apunto de parir, resbaló sobre las húmedas piedras del espigón a
dónde iba cada día, como una moderna Penélope, como la Penélope de Serrat, a esperar
que él regresara en cualquier barco, y se golpeó la cabeza al caer, entrando
para siempre en otros predios, en los de la desmemoria. La vida tiene estas
cosas, un acto mínimo, intrascendente, se convierte, sin que sea previsible, en
una hecatombe, es la reacción en cadena, el llamado efecto mariposa. Un ligero
resbalón sumiría la vida de Carmen en la inconsciencia y la de Elena en un infierno.
Él no lo supo, lo de la enfermedad de Carmen y de que era padre, hasta hace
unas semanas, cuando por casualidad se encontró con Don en un centro comercial.
Del atlético púgil ya no quedaba ni restos, ahora era un negro gordo y calvo al
que le costó reconocer. Don le contó que había vuelto a España con su hijo
mayor, de turismo, y que habían recorrido Cádiz y Rota. Que había vuelto a
aquel bar, y que Manolo, el dueño, después de él explicarle quién era, con la
ayuda de su hijo Jonh, que ha estudiado Español, como tú, le dijo, que te dio
por eso en la asociación de veteranos de guerra, bueno, pues que les recordó
enseguida, qué cómo se iba a olvidar de aquellos tres yanquis que durante seis
meses se hicieron habituales de su terraza acompañados de tan guapas muchachas.
Nunca nadie, como ellos, le había dejado tan buenas propinas. Manolo le contó
que Asun se había casado con otro negrito, de los de la base, y que residía,
desde ese entonces, en Estados Unidos, en Cleveland, o algo así. Que Queta, con
la que sí tenía más contacto, la veía alguna que otra vez por el pueblo, era
madre de tres hijas tan espigadas y guapas como ella, y que Carmen había
sufrido un accidente del que había quedado muy mal, que había sido varios meses
después, si su mente no le fallaba, de que ellos hubieran marchado, que estaba
embarazada en el momento en que tuvo el accidente y que creía recordar que
había tenido una niña. Que de Carmen se decía que sufría amnesia. Pero que él,
después de aquello, nunca más la volvió a ver y que tampoco había sabido nunca nada
de la cría.
Si hubiéramos estado allí, en aquel momento
de su encuentro con Don, hubiéramos visto de nuevo estrujarse su corazón y
quedar exprimido como un hollejo, y ver llorar a ese órgano vital lágrimas de
sangre que cayeron al estómago y fueron devoradas por los jugos gástricos, y
verlas, además, bañar el hígado, ese hígado quemado, casi aniquilado, por el
alcohol de otrora.
Manila / la modelo es la esposa y musa del artista, Enriqueta Contreras |
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