Cándido es un personaje de la primera novela que empecé a escribir hace ya casi dos décadas, y que quedó inconclusa como todas las que intenté escribir después. Esta novela se titula Perla Marina. Como hace tiempo que no me dedico a la narrativa, rescato este capítulo para que el bonachón de Cándido vuelva a respirar una vez más después de haber estado durante una larga temporada en hibernación perenne. Ojalá, un día, me llene de valor y le obsequie con la aventura que había imaginado para él, y, de paso, para todo el resto de los personajes, empezando por Perla Marina, la protagonista. Gracias por vuestra visita. Que todo el aché sea con vosotros.
Cándido
(Fragmento)
Aunque mantiene la vista fija en la carretera, mira sin
ver como las líneas discontinuas aparecen y desaparecen velozmente bajo los
conos de las luces del carro, tal si fueran criaturas vivas que se asustaran
con la embestida devoradora de la luz en el asfalto y luego huyeran todas, en
fila india, siguiendo una única ruta. Cándido, el gordo y bigotudo chofer, en realidad
está viendo más allá de aquella sucesión de líneas interminables, su mente desempolva viejos recuerdos a la misma velocidad que corre
su estoico automóvil. Ahora se ve, a sus dieciocho años, vestido con un
pantalón blanco de dril cien a lo Benny
Moré, una guayabera de hilo color marfil y unos zapatos de dos tonos: blancos y
negros, traspasar el umbral del bar
Candilejas, luego caminar directamente hacia la vitrola, sacar una moneda de su
bolsillo, insertarla en el enorme artilugio y escoger una canción del Benny, su
preferido, y otra de La Orquesta Aragón. Luego enfilar su, en aquel entonces,
bien formado cuerpo, hacia la barra y beberse unas cervezas, y después, terminadas
de escuchar las canciones, salir del bar e irse andando, tranquilamente, hasta
el bayú de Rosenda, para saciar los apetitos de la carne que, a su edad, iban siendo
cada vez más voraces. Al llegar allí repite, paso a paso, la misma operación
que en el bar: la vitrola, las canciones, las cervezas. Después sube por la
alfombrada escalera roja hacia una de las habitaciones llevando del brazo a una
de las “señoritas” (le gustaban las mulatas teñidas de rubio platino; hallaba
exótico el contraste entre el canela de la piel y el
llamativo color de las estiradas pasas,
imitando a la perfección los ¨primorosos¨,
según los comentarios de algunas de ellas mismas, peinados de Marilyn Monroe) a
la que desnudará despaciosamente mientras su verga, completamente erecta,
intenta destrozar el tejido del pantalón. Cándido sigue rememorando, y aunque
en su cerebro las imágenes son nítidas y se ve fornicando como un lujurioso
animal, ahora mismo, a sus setenta años, su virilidad hace tiempo que dejó de
respirar. Llegado al clímax la imagen se desvanece y en su curtido y arrugado
rostro se dibuja una tristeza corrosiva. Pasado unos segundos vuelve de nuevo a
la carga, ahora la escena es distinta. Se
ve vestido con su overol color caqui, todo manchado de grasa y de aceite,
saliendo del taller y llevando en la mano las llaves de un bonito Ford color
granate que tiene que devolver a su dueño: ¨Un
día tendré un maquinón como este y, si pudiera ser, hasta del mismo color, me
gusta, es un color elegante, ni muy triste ni demasiado chillón, y aquí, a mi
lado, irá una titi, una mulata que esté bien buena y, con suerte, a lo mejor, hasta
pudiera ser una rubia de ojos verdes o azules. Ahora voy, hago un bojeo por el barrio y por el bar, pa´darme
un poco de lija antes de entregarle al doctorcito ese su maquinón. Bajaré por
aquí, por Antúnez, y luego doblaré por Manrique, le daré la vuelta a la plaza
de la Fuente y dejaré al personal con la boca abierta...¨
Cándido sigue con la mirada fija en la carretera. La
nitidez de las imágenes que visualiza en su mente, las hace tan reales, que
logra abstraerse por momentos de la realidad circundante, pero, a pesar de su
aparente distracción, su experiencia como chofer durante casi más de treinta años
ha despertado en él una especie de sexto sentido que le mantiene alerta ante
los peligros de la conducción. Se sigue imaginando al volante del Ford color
granate paseando por las calles del barrio. Tiene dieciochos años recién
cumplidos. Es un día cálido de verano, puede hasta sentir el sudor corriendo por su frente y el sol
dando de lleno en el cristal delantero del automóvil, aunque, en la realidad,
en el presente, es de noche.
¨Allí va Pepón, le
pito ¡Oye..., Pepón, mira..., muérete de envidia! ¡Qué singao, el muy hijo de
su madre me empina el dedo! ¡Oye, ese te lo metes en donde no te da el sol,
comemierda...! ¡Mira, así será el mío...! Eh, pal carajo te vas tú, puñetero.
¡Ño, la gente no entiende una broma! Bueno, que se joda, lo iba a invitar
a dar una vuelta y hasta a una cervecita
en el bar, pero ahora que se la chupe. He llegado, ahí está el bar, parqueo
aquí mismo, frente a la ferretería...¨
Cándido se observa bajándose del carro, luego, con aires
de grandeza, cruzar la calle y encaminarse hacia el bar, va agitando las llaves
del automóvil para que se hagan visibles. Muchos de los que están en el bar a
esta hora han vuelto la cabeza al verle llegar en el bonito auto. Roger, el
dependiente de la farmacia, que toma un café bien fuerte, lo ataja diciéndole:
__¡Coñooooó,
caballo, qué clase de carruaje! no me digas que es tuyo, porque tú no tienes ni
donde caerte muerto ¿De dónde rayos lo has sacado? Coño, ya sé, del taller de
Felo, qué guanajo soy, y de quién es esta hermosura.
__Cojones, Roger,
respira, pariente, que hablas más rápido que un locutor de pelota. __le dice Cándido mientras se posa
en una banqueta como un zángano y le hace una seña al barman para que se acerque. __Ponme una Cristal, Toribio. __el barman se aleja, Cándido le
grita: __Oye, Tori, que esté bien frio el
lagarto.
__Ah, deja la
sonsera, Cándido, y dime de quién es el maquinón, no me suena haberlo visto
antes por aquí, por el barrio.
__No seas cafre, tú…
¿no estás viendo que es ¨niupaquer¨, cómo diablos ibas a haberlo visto antes?
__ ¿Y quién es el
loco que lleva un carro nuevo al taller, acaso ahora los yanquis mandan las
cosas defectuosas?
__No, compadre, no
es eso. Este carro es del doctor Palacios...
__ ¿Pero el doctor
Palacios no tenía un Buick azul?
__Sí, pariente,
pero parece que este es un regalo pa´su mujer.
__Ah, nos vamos
entendiendo… ¿y... pa´qué lo ha llevado
al taller, dices?
__No, no lo he
dicho todavía, ahora te lo digo, pues pa´que le repasáramos la pintura, porque
se lo rayaron un poco cuando lo descargaron del barco, porque éste, lo fue a
buscar él mismitico a Miami.
__ ¡Ño! está
apretando el doctorcito ¿no? ¿Qué tú crees de eso, Toribio? __dijo Roger dirigiéndose al
barman.
__Pues chico, que
no hay nada como tener una pila, burujón, puñao de pesos. __contestó Toribio.
__Coño, mira qué
hay gente con suerte en esta vida… Este médico está podrido en plata y míranos
aquí, a nosotros, sin un kilo, tú. __se lamentó Roger.
__Si yo hubiera
tenido la posibilidad de estudiar, seguro que hubiera sido para médico, abogado
o ingeniero de cualquiera de esas cosas raras que hay, porque yo creo que coco
tengo, o si no, mira qué rápido le entré de lleno a la mecánica. __dijo Cándido mientras se ponía la
cerveza en un vaso __Y, a estas alturas, __continuó__ tendría un carrote como éste.
En su imaginación Cándido ha dejado el bar, se sube de
nuevo al automóvil y pasea por las calles del barrio camino al caserón del doctor
Palacios. En la realidad está saliendo de Verdolaga y se incorpora a la
autopista después de llevar más de veinte minutos conduciendo. En la
imaginación ha vuelto a coger por la calle Manrique y se encamina tres cuadras
más allá, en dirección a la residencia del doctor. En la realidad ha cruzado la
parte del sentido contrario de la autopista y se encamina en dirección a la
provincia de Guácima; son casi las ocho de la noche. En la imaginación son las
cuatro de la tarde. En la realidad es un hombre mayor que recuerda. En la imaginación es un joven que estará a punto de enrolarse en una arriesgada aventura.
O. Moré
(hace mucho, muchísimo tiempo)
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