II
Supongo que se quedará usted a comer, no creo
que haya saciado el apetito con dos tomates. Tengo hecha una harina de maíz
seco con chicharrones y masitas de puerco fritas que le hará relamerse de
gusto. ¿Se queda? Sí, pues entonces pase
usted a la cocina, que voy a prender el carbón para calentar la comida. Siéntese
ahí, en el taburete blanco, es el más cómodo… Perdón, ¿decía usted? Ah… ¿que
cómo conocí a Deméter? Sí, enseguida se lo cuento… Deme ese periódico viejo…
Gracias. Es un carbón muy bueno, lo hace el viejo Salustiano, pero necesita un
poco de ayuda para comenzar a quemar… Poniendo esta hoja de periódico arrugada
debajo de los carbones y echando un poquito de alcohol enseguida prende… Aviento un poco y… Mire, ya empieza a
quemar… Sólo me queda poner el caldero…
Ajá, ya está, en unos minutos estaremos saboreando la harina. Ahora, en lo que
se calienta, le sigo contando.
Mire,
señorita, cuántas veces habremos comparado una colmena de abejas con una
agrupación de individuos ¿muchas, verdad? Casi nos regimos por los mismos patrones de
comportamiento, aunque, sin lugar a duda, las abejas son mejores especímenes
que los humanos, no es que lo diga yo, ya lo decían Aristóteles y Virgilio. Y
quizás, las pobres, de haber sabido leer, se hubieran sentido bastante
ofendidas con Bernard Mandeville por haberlas vestido, en su excelente fábula,
con los peores ropajes de la raza humana,
haciéndoles padecer, en sus peludos cuerpecillos, todas las miserias y
maldades inherentes al hombre; ropajes que, a día de hoy, aún siguen vigentes.
Las
abejas, al igual que las hormigas, son sociedades matriarcales a pequeña
escala; esto último lo apunto por el tamaño del continente, no por la cantidad
del contenido, porque, si lo valoramos por esto otro, un hormiguero o una
colmena, serían el equivalente a ciudades enormes, pero lo que le decía, son
colectividades donde todo, absolutamente todo, está al servicio de la reina, la
gran madre, ya que es ella la encargada de perpetuar la especie.
La
Doctora Deméter Valleflorido, a quien todos llamaban, a espaldas suyas, y para
mi sorpresa por lo coincidente del caso: Apis
Russeus*, o sea, abeja roja (la culpable de tal apodo era su llameante cabellera
de “diávola”), quería, a toda costa, ser
madre, parir, perpetuar la especie; llevar la ginecocracia a su grado máximo, y
la cátedra de entomología de la universidad de Verdolaga con todos sus adeptos,
bueno, más que adeptos, acólitos, servían a ese fin. Sólo había un problema, un
grandísimo problema: Deméter era yerma.
Cuando
la conocí tenía treintaicinco años muy bien llevados en un cuerpo de estilizada
véspula más que de Apis Mellifera, de Megachile Pluto o de la propia
Rodanthidium Sticticum. Sus ojos, de un azul tenue, te arrobaban bajo unas
pestañas del mismo tono rojizo de sus cabellos.
Me
enamoré perdidamente de Apis Russeus apenas
le vi por primera vez, y aquel primer encuentro fue, más que un encuentro, un
encontronazo. No es necesario que le diga que soy un poco patoso y gafe, la
anécdota con Helenita es buena prueba de ello, pero sí que es una condena o
sambenito que heredé de mi padre, guerrero masái, al que acabaron echando de su
tribu por sus constantes torpezas y que, por esos azares de la vida, acabó de
paria al otro lado del atlántico, en nuestra isla, hasta que conoció a mi madre
y se casaron, pero bueno…, ahora esto no viene a cuento, sigamos con lo de mi
flechazo a primera vista.
Rigo
y Guadalupe me habían invitado a desayunar, esa mañana de viernes en que mi
destino se cruzó con Apis Russeus
(destino que ya estaba prefijado de antemano), en la cafetería de la
universidad, para, mientras devorábamos panes con mantequilla y bebíamos zumos
y cafés, esperar a Deméter que había
pedido conocerme, ya que mi ponencia le había resultado, según palabras
textuales de Guadalupe: “muy interesante”, y platicar, además,
sobre futuras colaboraciones mías con la cátedra después de que hubiera
impartido la referida clase, a la que, por fin, habían logrado buscarle un
hueco. Y allí estábamos, en plena conversación, cuando apareció la reina del
enjambre, la abeja roja, en el umbral de la puerta, la cual distaba unos diez
metros de la mesa en la que nos encontrábamos nosotros. Me quedé embelesado y
babeando, igual, pero exactamente igual, que en esas escenas de las comedias
románticas en que el muchacho ve
aparecer a la muchacha a cámara lenta y entonces él pone cara de carnero
degollado mientras todo a su alrededor desaparece por arte de birlibirloque,
hasta sólo quedar ella avanzando, melena al viento y con los andares de un
ángel de Victoria’s Secret, hacia donde él se encuentra. Y eso era ella, era un
ángel enfundado en una falda tubular rojo bermellón que contrastaba con una
blusa blanquísima y entallada de escote en uve, todo ello cubriendo un cuerpo
que se contoneaba rítmicamente, a cada paso, sobre unos tacones del mismo color
de la falda. Aquella visión era de un erotismo tan procaz que comencé a sentir
un hormigueo en Dios salve la parte. Ya se podían ir a volina las mariposas de
Helenita con todo el criollismo de las carnes y curvas en que habitaban; yo
quería, desde ya, este espécimen híbrido de vespa
y apis para mí.
Cuando
Deméter llegó hasta nosotros, Rigo y Guadalupe se pusieron inmediatamente de
pie. Yo aún estaba embobado, boquiabierto… ¿De qué colmena había salido
semejante ejemplar? pensaba, mientras la seguía radiografiando desde la cabeza
hasta la puntera de sus tacones de aguja. Rigo me tomó del brazo para
conminarme a ponerme de pie y hacer la debida presentación, pero, anonadado
como estaba y con mi ya acostumbrada mala pata, en el acto de levantarme choqué
contra la mesa, lo que me hizo perder el equilibrio y derramar el vaso de zumo
de zanahoria que aún llevaba en la mano sobre la blusa blanca de algodón de
Deméter, la que (la blusa, digo) como en un concurso de miss camiseta mojada, desveló ante mí, transparentándoles
en color naranja, los pezones de sus prominentes senos, los cuales, como dos aguijones
en posición de ataque, parecían querer sacarme los ojos. Y, para hacer más
difícil aún la situación y hasta mucho más patética y vergonzosa, el otro gran
atributo que heredé de mi padre, esa robusta “lanza masái”, símbolo de mi
virilidad, decidió “ereccionar” (si me
permite el término) con tanta fuerza, que mi calzoncillo atlético no podía
mantener enjaulado semejante artefacto guerrero, por lo que, producto de la
contienda entre la piel de mi miembro y el tejido de elastómero del
calzoncillo, el artefacto guerrero acabó erupcionando como un volcán, cosa de
la que dio buena cuenta Deméter, pues, de la misma manera que el Menda Lerenda, no podía apartar la vista
de sus bien esculpidas glándulas mamarias, ella, a pesar del sobresalto
sufrido, no podía apartar la suya de la escandalosa inflamación de mi
entrepierna.
¿Qué
oxidado y enfermo resorte dentro de mi cerebro se había activado para que la
simple visión de aquella mujer y, luego,
de sus senos bajo la húmeda transparencia de la tela, me provocara
semejante reacción? ¡Como si yo, en toda mi vida, no hubiera visto torsos
femeninos desnudos! Estaba harto de ver tetas…, aunque, para ser fiel a la
realidad, la mayoría de las veces habían sido en revistas pornográficas… Pero lo que todavía me pareció mucho más
inexplicable fue la celeridad con que había ocurrido todo.
Por
suerte la cafetería no estaba muy concurrida; sólo una mesa, al fondo, cerca de la
salida al jardín, estaba ocupada por una pareja de estudiantes; ambos con los
auriculares puestos y enchufados a sus teléfonos móviles, desayunando y oyendo
música, ajenos a la realidad circundante. Yo hubiera querido que la tierra se
hubiese abierto y me hubiese tragado en sus fauces. Todos nos habíamos quedado
estáticos, ninguno de los cuatro se atrevía a abrir la boca. Guadalupe y Rigo
eran dos figuras de yeso, blancas como la leche de la jarra que había sobre la
mesa, y yo, para hacer el contrapunto, rojo, como la mismísima falda de
Deméter. La mancha en mi pantalón siguió creciendo aceleradamente. Pero si mi
reacción físico-erótica había sido inexplicable y hasta descabellada, más lo
fue lo que sucedió a continuación. Deméter inspiro y expiró con ímpetu, sacudió
su bermeja melena con unos movimientos de cabeza, echó mano de una servilleta
y, cuando todos pensábamos que se iba a secar el busto, me apartó de la mesa,
se arrodilló delante de mí y comenzó a frotar sobre la mancha de mi pantalón.
La “lanza masái”, producto de la
continua fricción a la que estaba siendo sometida, recurrió de nuevo a
la dilatación de los vasos sanguíneos de su cuerpo cavernoso, dejando entrar
mayor cantidad de sangre, y, una vez más, hizo gala de su gran capacidad
elástica y eréctil. Deméter seguía frotando, pero, al comprobar que aquello no
daba resultado, que, al contrario, la mancha seguía expandiéndose y tornándose
más oscura, se puso en pie, me tomó de la mano y me llevó a rastras dando
trompicones. Rigo y Guadalupe recobraron su color inicial y esbozaron una
sonrisa picarona. Los dos estudiantes de la última mesa levantaron la vista,
nos miraron extrañados unos segundos y volvieron a su estatus de obnubilación melómana
perpetua.
Saliendo
del comedor, a mano derecha, el pasillo se alargaba, infinito, como en un sueño
surrealista; pensé que si tenía que recorrer toda aquella distancia con “la
casa de campaña levantada” en mi zona pélvica y, de pronto, salieran los
alumnos de sus aulas, lo de mi meadera, cuando las mariposas de Helenita, iba
quedar en una infinitesimal anécdota. Por suerte, recorridos unos cuantos
metros, se encontraba el habitáculo de los enseres de limpieza, y allí,
abruptamente, me metió Deméter. Cerró la puerta por dentro y me acorraló contra
la estantería repleta de detergentes, ambientadores y lejías; lo que pasó
después no se lo puedo contar, no es apto para todos los públicos y, como
decimos por acá, ni apto para cardiacos, y mucho menos se lo contaría a una
señorita como usted, que parece tan fina y elegante. Sólo le puedo decir una
cosa, mi labor fornicadora logró saciar el ímpetu de Deméter, por lo que me
gané, por derecho propio, el status de zángano. A partir de ese día mi falo
dejó de llamarse “lanza masái” para apodarse “El gran aguijón”; tal lo había
rebautizado Deméter.
*Apis Russeus: Seguramente este término será incorrecto, no he podido encontrarlo en mi búsqueda por diferentes textos y páginas web, por lo tanto, acéptese como una licencia literaria que me he tomado uniendo dos vocablos procedentes del latín.
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