Manuel Mendive / La Habana 1944/ CUBA |
Ñeque, que se vaya el ñeque!
¡Güije, que se vaya el güije!
Nicolás Guillén, Balada del Güije
Aquel día mi madre me dio una buena entrá de leña, como decimos los cubanos. Me
esperaba tras la puerta, asomaba su cabeza por la pequeña ventana en forma de
ojiva, mostrando en su rostro una risita de confianza. Yo venía andando bajo la
lluvia, empapado, contento y, a la vez, con un poco de miedo clavado en el
pecho debido al susto que había vivido unas horas antes. Ajeno a lo que me
esperaba entré a nuestro portal.
__Vaya, por fin apareces...venga,
entra, que te estoy calentando el agua pa' que te bañes _ dijo mi madre,
dándole a sus palabras un matiz sin importancia.
Entré chorreando agua, sin zapatos y
con una sonrisa de oreja a oreja. Mi madre entreabrió la puerta y me adentré en
nuestra pequeña salita, ella me tomó de un brazo y, sacando de detrás de la
espalda una chancleta plástica que llevaba escondida en su otra mano, comenzó a
repartirme chancletazos a diestra y siniestra.
__¿Dónde carijos estabas, muchacho?,
llevo cuatro horas buscándote por todo el pueblo, desgañitándome como una
loca._ chillaba mi madre sin dejar de golpearme, mientras yo, sin reponerme de
la sorpresa, aullaba de dolor con cada chancletazo y me deshacía en ríos de
lágrimas.__ A todo el mundo le preguntaba y nadie te había visto, me quieres
decir dónde diablos estabas, chiquillo de mierda, que me tenías con el corazón
en un puño y a punto de mandar a buscar a tu padre temiendo lo peor._ Mi madre,
junto con la madre de los chiquillos (ya explicaré quienes eran) habían aunado
esfuerzos en nuestra búsqueda, hasta que el aguacero las sorprendió por los
chiqueros y el viejo Pancho Melaza, que pasaba a caballo, les dijo que nos
había visto por el potrero, que ya veníamos de regreso, por lo que decidieron
esperarnos cada una en nuestras respectivas casas_ ¿Dime dónde estabas? ¡Dímelo
de una puñetera vez!
__Es...taba en...la...la...gu...na...
con...Jua...ni... y los de...más... chi...qui...llos_ contesté entre sollozos,
sin poder casi articular las palabras.
Juani era mi tío, el hermano menor de
mi madre, dos años mayor que yo. Los chiquillos eran mis amigos del barrio,
Juan Luis y su hermano Fredy.
__ ¿En la laguna has dicho, _
preguntó mi madre dejando de pegarme _ en la laguna de San José?
__Sí... _afirmé. Afirmación que
estaba de más, al igual que la pregunta, porque no había otra laguna por los
alrededores.
__Yo te mato _ gritó mi madre_ te
mato, muchacho, con lo peligrosa que es esa laguna, con la de gente que se han ahogado
ahí. Ay, gran poder de Dios, este niño me quiere matar de un susto._ y con la
misma volvió a sonarme otro chancletazo, ahora, por las nalgas._ Acaba de entrar
y vete directico a la palangana, que nada más falta que te coja una pulmonía, y
ya lo sabes, una semana de castigo sin ver los muñequitos, y cuando venga tu
padre se va a cagar la perra.
Mi padre no le dio importancia al
asunto, se lo tomó como una arriesgada travesura infantil, como una de las
muchas de las que él mismo había sido protagonista en su niñez. Los verdugones
en la piel me duraron una semana y no el castigo, que mi madre me lo quitó al
segundo día, ya que se hacía añicos por dentro cada vez que veía las marcas en
mi piel, y terminaba llorando abrazada a mí, pidiéndome perdón. Me decía: Ay,
hijo, me duelen más a mí que a ti. Se refería a los chancletazos, claro está.
Aquella fue la primera vez que fui a
la laguna. No miento si digo que fue una experiencia divertida, a pesar que, al
mismo tiempo, terrorífica, y de la cual no creo me olvide con facilidad, a no
ser que me ataque la demencia senil.
Fue un sábado, los chiquillos pasaron
por mi casa y me convidaron a jugar a los espadachines. Por esos días daban en
la televisión la serie "Los tres Mosqueteros", que tenía
revolucionada a toda la población infantil. Todos queríamos ser D’Artagnan,
Aramis, Athos o Porthos. Nuestros padres no cesaban de fabricarnos espadas con
los recortes de madera que tiraban en el Aserrío, y muchas veces las fabricábamos
nosotros mismos con una rama larga y fina caída de algún árbol, y cualquier
objeto que se nos ocurriera para delimitar la zona de la empuñadura, desde
tapas de las redondas cajas de talco Brisa hasta los envases plásticos de los
yogures. También nos confeccionábamos capas con pedazos de nylon negro de
polietileno, que no sé de dónde salían, pero en cada casa era habitual que
hubieran algunos metros, los cuales se utilizaban como hules para la mesa del
comedor, para confeccionar jabas para los mandados, monederos y hasta forros
para los colchones de los incontinentes nocturnos.
Les dije que sí a los chiquillos, que
me iba con ellos. Desde el portal le grité a mi madre que estaría jugando en la
casa de Juan Luis y Fredy, me dio permiso, gritándome también, desde el fondo
de la cocina: No vengas muy tarde. Y yo, igualmente gritando de nuevo, le contesté:
Bieeeeen.
Juan Luis y Fredy vivían justo
delante de mi casa, sólo había que cruzar la carretera. Cuando estábamos a
punto de entrar a la casa de ellos mi tío Juani nos llamó, venía andando por la
acera contraria y apurando, de un mordisco, el último mendrugo de un pan con
azúcar prieta.
__Eh, chiquillos... ¿qué hacen?
__Vamos a jugar a los Mosqueteros _
contestamos nosotros a coro.
__Pero ustedes son tres nada más,
falta uno ¿puedo jugar con ustedes? Yo puedo hacer de Porthos.
Nos miramos entre los tres y
asentimos, ahora sólo había que adjudicar los demás roles. Juan Luis quería ser
D’Artagnan, pero su hermano, Fredy, imponiendo su voluntad de hermano mayor (era
de la misma edad de mi tío), le dijo que no, que a él le pegaba más el papel de
Athos, que me dejara el de D’Artagnan a mí, que era el más descuajeringado, y
que él, Fredy, se quedaría con el de Aramis. Costó un poco pero, al final, Juan
Luis aceptó. Bueno, ya estaban otorgados los papeles, ahora sólo nos faltaban
las espadas, por lo que decidimos ir al patio del Aserrío en busca de los
materiales necesarios. Aquí comenzaron a salirse las cosas del plato, porque
nos alejábamos una cuadra del lugar de donde le había dicho a mi madre que
estaría, no obstante, en ese momento no creí necesario volver a mi casa e
informarle, ya que pensé que regresaríamos a la casa de mis amigos al concluir
la confección de nuestras armas. Cuán errado estaba, no imaginaba que el azar
nos iría distanciando cada vez más del pueblo y que acabaríamos jugando en la
laguna.
En menos de lo que canta un gallo
fabricamos las espadas. Recuerdo que, en mi caso, cogí un palito de pino de
unos setenta centímetros, y con un trozo de la tapa de una caja de un kake del
día de las Madres, recortándolo en redondo, la encajé en el palo, y ya tenía
listo mi guarda puño. Los demás habían hecho más o menos lo mismo con lo
primero que habían encontrado, al igual que yo, entre la basura que se acumulaba
en los alrededores. Espadas al cinto cada uno tomó posesión de su personaje y
comenzamos a jugar allí mismo. Cuando llevábamos ya medio ejercito del cardenal
Richelieu vencido y nos caíamos heridos y volvíamos a resucitar, sanos y
salvos, sobre las mullidas lomas de serrín (que eran las mismas que nos servían
de enemigos y a las que clavábamos las espadas hasta la empuñadura) sentimos un
ruido entre los arbustos que crecían detrás de éstas. Enseguida nos dispusimos
averiguar quién o quiénes eran los causantes de aquel ajetreo. Pensamos que si
eran otros niños que nos espiaban, ya tendríamos verdaderos enemigos con los
que combatir y no contra las inmóviles lomas, que no podían responder a
nuestras estocadas magistrales y secretas. Pero cual fue nuestra sorpresa al
descubrir que nuestro apetecible enemigo no era otra cosa que un enorme
cerdo, el cual había escapado de las cochiqueras que los vecinos tenían al otro
lado de las vías del ferrocarril. ¡Vaya chasco! dijo Fredy, mientras
regresábamos a las lomas un poco decepcionados, fue entonces que se me ocurrió
decir:
__Y si resulta que este es un enorme
monstruo que nos ha enviado el Cardenal para aniquilarnos...
No tuve que decir más, en los ojitos
de mi tío y de mis amigos se prendió aquella llama única de malicia ligada con
sed de fantasía y aventuras.
__ ¡Uno para todos y todos para uno!
_ gritó mi tío Juani _ ¡En guardia..., al ataque!_ Y aquel grito de guerra sonó más propio de un
escuadrón de Mambises que de unos aristocráticos mosqueteros.
Salimos a la desbandada en pos del
cerdo que, cuando nos vio acércanos, puso pies en polvorosa, mientras nosotros,
espadas en mano, le perseguíamos. Cruzamos como flechas las vías del
ferrocarril y nos adentramos en los asquerosos callejones de las cochiqueras.
El cerdo corría velozmente haciendo zigzag y volviéndonos locos, ahora por
aquí, ahora por allá. De las cochiqueras pasamos a la arboleda, de la arboleda
al potrero y del potrero al cañaveral. En el cañaveral se nos perdió el cerdo y
ya no hubo manera de encontrarlo, nosotros mismos tardamos en reunirnos más de
diez minutos. Allí nos dimos cuenta que estábamos al otro lado de la gran
plantación de caña, nos habíamos alejado unos tres o cuatro kilómetros del
pueblo. Y allí estábamos, tan felices y tan contentos, con ansias de más
aventuras. Delante nuestro se nos presentaba un apetitoso paisaje. Gran
cantidad de matas de guayaba se desperdigaban, por toda la sabana, cargaditas
de frutos maduros prestos a ser devorados. Otro grito de guerra de mi tío Juani
y salimos corriendo en pos de aquellas delicias colgantes. Trepábamos a las
matas, una tras otra, para coger las guayabas maduras. La asombrosa resistencia
y elasticidad de los gajos nos permitía saltar y colgarnos por ellos con gran
facilidad, como si fuéramos selváticos macacos. Después de merendarnos cuatro o
cinco guayabas cada uno, y llenarnos los bolsillos, seguimos todavía jugando
encima de los árboles, haciendo piruetas y acrobacias y retándonos a difíciles
combates. Las matas de guayaba se convirtieron, en un abrir y cerrar de ojos,
en el cuartel general de los Mosqueteros, en el barco del Corsario Negro o en
el campamento de Robín Hood. Allí, arropados por la fragancia dulce de las
frutas, que te embotaban el paladar y los sentidos, no sé precisar cuánto tiempo
estuvimos, quizás una hora o más. Y fue desde lo alto de uno de aquellos
flexibles árboles que la descubrimos, o mejor dicho, la descubrí yo. Entre el
follaje pude distinguir algo que brillaba a unos doscientos metros de donde
estábamos. Avisé a los chiquillos:
__Eh, caballeros, creo que he
descubierto algo.
__ ¿Qué, qué?_ preguntaron ellos con
curiosidad.
__No sé, parece algo que brilla,
allá, por donde está aquella palma jorobada.
Treparon hasta mi altura y quedamos
observando detenidamente, entonces dijo mi tío:
__Ya sé que es, es el reflejo del sol
en el agua de la laguna.
__De la laguna... ¿qué laguna? _
preguntó Fredy.
__La laguna de San José _ contestó mi
tío.
El resto nos miramos con sorpresa.
Cuántas veces habíamos oído hablar de aquella laguna, de sus peligros, de sus
encantos, de sus misterios y de las muertes que allí habían ocurrido. Para
muchos estaba maldita, para otros, embrujada, porque en ella moraba un Güije
que salía a cazar de noche y conjuraba a los fantasmas. Luego estaban los
incrédulos que asignaban todas aquellas habladurías a la superstición
campesina. Lo cierto fue que nos impresionamos muchísimo al oír el nombre de
aquel sitio y relacionarlo, inmediatamente, con toda aquella sarta de hechos
horribles y sobrenaturales que habíamos oído desde siempre. Lo que más
recordaba yo, en aquella época, era la muerte de un adolescente que se había
ahogado al lanzarse al agua desde las ramas de un robusto algarrobo que crecía a orillas
de la laguna. La cabeza del muchacho golpeó contra una roca y luego su cuerpo inconsciente
se enredó entre las raíces quedando atrapado. Mientras, sus compañeros (dos
niños de diez y doce años) huían despavoridos sin hallar qué hacer. Cuando
regresaron con la ayuda, ya era demasiado tarde. También recordaba la historia
a la que he hecho referencia del Güije, del que se decía vivía en una
gruta secreta en las profundidades de la laguna, que se alimentaba de biajacas y jicoteas en la propia laguna, y de aves nocturnas que cazaba de noche en lo alto de las ceibas
circundantes y del propio algarrobo. Según las creencias populares y la
descripción que algunos adultos nos habían dado del Güije, era un negrito
pequeño, una especie de duende con dientes afilados y grandes, como de conejo,
huesudo, feo y con un enorme pene. En aquel instante, éstas y otras historias
vinieron mi cabeza, e hicieron que se me
pusiera la carne de gallina.
Nuestro pan / Manuel Mendive/ Cuba |
__Yo creo que se está haciendo tarde,
deberíamos regresar al pueblo _dije.
__Ahora, tú estás loco, yo hasta que
no vea la laguna no me voy_ dijo Juan Luis, y se notaba en su voz emoción y
miedo a partes iguales, pero que, a un tiempo, le empujaba a la intrepidez.
__Y yo._ dijo Fredy_ Esta es nuestra
oportunidad de demostrar el valor de los Mosqueteros. Podríamos trazar un plan
para capturar al Güije.
__Oye, qué buena idea, yo estoy
contigo _ dijo mi tío y se desprendió del árbol hacia el suelo en un santiamén.
Fredy le imitó.
Juan Luis me miró con ironía y me
dijo:
__Te atreves, o es que estás acojonado.
__Yo, na', qué va, es que ya es tarde
y nos van a regañar.
__Déjate de tanta regañadera y tanta
bobería, tú lo que tienes un miedo que te cagas. Bueno, ahí te quedas. Vaya
mierda de D’Artagnan que eres tú. _me dijo, y se lanzó, con un gran salto, hacia
el suelo.
Mi tío grito:
__La peste pa' el último...
Y se pusieron a correr en dirección a
la laguna. Bajé rápido y con destreza de las ramas y luego me dejé caer al
suelo, colgándome y balanceándome desde una de ellas.
__Espérenme…, chiquillos, que voy con
ustedes._ grité, y salí disparado tras mis amigos para ver si se me pegaba algo
de esa intrepidez de la que hacían gala.
Ninguno de nosotros había estado
antes en la laguna, excepto mi tío Juani, que cuando vivía en Esnal se le había escapado, alguna que otra vez, a mi abuela, con otros muchachos del pueblo, hacia
aquellos rumbos. Iban a buscar caimitos, guayabas y mamoncillos, y para montar
los caballos que pastaban sueltos en las fincas colindantes. Quizás por eso nos
llevamos un poco de decepción al ver la laguna. No se podía negar que era un
sitio hermoso, pero era pequeñísima. Yo la había imaginado igual que aquellas
enormes presas de agua que se veían desde la carretera cuando se iba hacia
Matanzas por la ruta de Manolito. En realidad, no era una laguna con toda las
de la ley, era más bien una hondonada desde la cual, en una de sus laderas, se
elevaba un montículo que albergaba una cueva ligeramente sumergida por el agua
que fluía de un manantial subterráneo y que se había extendido
anegando las zonas más bajas. El Algarrobo, en toda su robustez, que crecía
sobre el montículo, hundía sus raíces en la laguna después de dejarlas serpentear
por la ladera de éste, y sus frondas daban una sombra exquisita que cubría casi
la tercera parte de la hondonada.
Hacía un fresco agradable y el olor a
humedad de la tierra mojada se te metía hasta los pulmones. A mí me dio un
escalofrío al mirar la oscuridad de las aguas mansas e imaginar que aquel ente
fantástico, llamado Güije, pudiera estar observándonos, bajo ese cristal
líquido, con sus desorbitados ojos amarillos. Aún, cuando años después, el
colegio escogió aquel lugar para la peregrinación de las ofrendas florales a
Camilo, revivía la misma sensación.
Nos acercamos con cuidado a una de
las orillas, donde un sin fin de piedras pulidas y babosas nos hacían resbalar.
__ ¿Ves algo? _ me pregunto mi tío
Juani.
__ Na'_ le contesté.
__ ¿Y ustedes?
__Nosotros tampoco._ Contestaron Juan
Luis y Fredy.
__Pues este es el plan _dijo mi tío _tiraremos
piedras al agua para llamar su atención, antes, le dejaremos algunas guayabas
aquí, en la orilla, pa' que salga a comérselas, y cuando esté fuera del agua y
comiendo, a mi señal lo atacamos con las espadas. Ahora nos emboscaremos, y
cada uno desde su escondite lanzará las piedras. Yo me quedo aquí, tras este
tronco de palma, ustedes _se refería a los hermanos_ detrás de la piedra grande
donde está posada aquella mariposa, y tú _me dijo_ tras el algarrobo.
Todos nos dispusimos a cumplir las
órdenes. Con sigilo nos encaminamos a los escondites. Para acceder hasta la
parte de atrás del algarrobo yo tenía que dar un pequeño rodeo subiendo la
cuesta y atravesar los plantones de hierba de guinea que crecían en rededor. El
corazón me latía aceleradamente, y aunque en el fondo de mi conciencia, pero
muy en el fondo, sabía que los fantasmas, las brujas, los duendes y, por
supuesto, los Güijes, no existían, ya que mi abuela Rosa me lo había jurado y
perjurado cuando me calmaba después de despertarme yo tremolando producto de
las pesadillas que tenía muchas noches, y ella era incapaz de mentir, yo sentía
una flojera en las piernas y un frío por todo el cuerpo que me demostraban que
el miedo es más fuerte que las convicciones. Atravesé el primer plantón de
hierba de guinea y cuando iba a por el segundo fue que le vi. El corazón me dio
un vuelco, los testículos se me subieron a la garganta y la sangre se me heló
dejándome inmóvil ante aquella visión. Era más negro que un totí, sudaba a
chorros y el sudor le corría por todo su cuerpo desnudo. Estaba de espaldas a
mí y sujetaba con sus poderosas manos a una carnera que aguantaba impasible sus
embestidas. Jadeaba a más no poder y emitía pequeños y sordos quejidos. Yo
quería salir corriendo pero me había quedado petrificado, empuñaba la espada de
madera en alto y, del pavor, se me cayó entre las hierbas. Entonces él giró la
cabeza y pude ver su cara sudada y su lengua jadeante y sus ojos enrojecidos
saliéndoseles de las orbitas. No sé cómo un grito ahogado y lleno de terror se
escapó desde mis entrañas:
_El Güi…je... ahhhhhhhhhhhh, el Güi… je…
_ y como si aquel grito liberador de mi angustia fuera la fuerza, la energía
que necesitaba, di media vuelta y salí a todo lo que daban mis piernas de ocho
años ladera abajo.
__ ¿Dónde, dónde? _ chillaban los
otros, y yo, sin dejar de correr, les contesté. _ Detrás del algarrobo, se está
comiendo una carnera… ¡sálvese quien pueda! _ y con la misma, en mi huida,
tropecé con una piedra que me hizo aterrizar forzosamente.
Los demás vinieron en mi ayuda y me
levantaron, y cuando nos disponíamos a reanudar la carrera apareció la negra
figura en lo alto del montículo con su enorme pene, de cabeza roja, erecto.
__Muchachos de mierda... coño... _
gritaba furioso_ ya ni en el medio del monte se puede templar uno a una carnera
en paz. Lárguense de aquí, rescabuchadores..., hijos de puta...
Mi tío Juanito y Fredy comenzaron a
reír desenfrenadamente mientras nos arrastraban a Juan Luis y a mí en su
carrera, ya que el Güije, que no era otro que el negro Gumersindo Manguera,
conocido en todo el pueblo por su declarada zoofilia, comenzó a apedrearnos
desde la altura.
FIN
Balada del Güije
Nicolás Guillén / CUBA |
¡Ñeque, que se vaya el ñeque!
¡Güije, que se vaya el güije!
Las turbias aguas del río
son hondas y tienen muertos;
carapachos de tortuga,
cabezas de niños negros.
De noche saca sus brazos
son hondas y tienen muertos;
carapachos de tortuga,
cabezas de niños negros.
De noche saca sus brazos
el río, y rasga el silencio
con sus uñas, que son uñas
de cocodrilo frenético.
con sus uñas, que son uñas
de cocodrilo frenético.
Bajo el grito de los astros,
bajo una luna de incendio,
ladra el río entre las piedras
y con invisibles dedos,
sacude el arco del puente
y estrangula a los viajeros,
bajo una luna de incendio,
ladra el río entre las piedras
y con invisibles dedos,
sacude el arco del puente
y estrangula a los viajeros,
¡Ñeque, que se vaya el ñeque!
¡Güije, que se vaya el güije!
¡Güije, que se vaya el güije!
Enanos de ombligo enorme
pueblan las aguas inquietas;
con cortas piernas, torcidas;
sus largas orejas rectas.
!Ah, que se comen mi niño,
de carnes puras y negras,
y que le beben la sangre,
y que le chupan las venas,
y que le cierran los ojos,
los grandes ojos de perla!
!Huye, que el coco te mata,
huye antes que el coco venga!
Mi chiquitín, chiquitón,
que tu collar te proteja...
pueblan las aguas inquietas;
con cortas piernas, torcidas;
sus largas orejas rectas.
!Ah, que se comen mi niño,
de carnes puras y negras,
y que le beben la sangre,
y que le chupan las venas,
y que le cierran los ojos,
los grandes ojos de perla!
!Huye, que el coco te mata,
huye antes que el coco venga!
Mi chiquitín, chiquitón,
que tu collar te proteja...
¡Ñeque que se vaya el ñeque!
¡Güije, que se vaya el güije!
¡Güije, que se vaya el güije!
Pero Changó no lo quiso
Salió del agua una mano
para arrastrarlo. Era el güije
Le abrió en dos tapas el cráneo
le apagó los grandes ojos,
le arrancó los blancos dientes
e hizo un nudo con las piernas
y otro nudo con los brazos.
Salió del agua una mano
para arrastrarlo. Era el güije
Le abrió en dos tapas el cráneo
le apagó los grandes ojos,
le arrancó los blancos dientes
e hizo un nudo con las piernas
y otro nudo con los brazos.
Mi chiquitín, chiquitón
sonrisa de gordos labios,
con el fondo de tu río
está mi pena soñando,
y con tus venitas secas
y tu corazón mojado...
sonrisa de gordos labios,
con el fondo de tu río
está mi pena soñando,
y con tus venitas secas
y tu corazón mojado...
¡Ñeque, que se vaya el ñeque!
¡Güije, que se vaya el güije!
¡Güije, que se vaya el güije!
¡Ay, chiquitín, chiquitón,
pasó lo que yo te dije!
pasó lo que yo te dije!
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El Güije
Silvio Rodríguez
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