Cuentos breves para niños... o para adultos, vaya usted a saber.
Cocuyo
y Manteca.
Cocuyo le dijo a Manteca que subiera la
loma. Manteca subió a la loma. Manteca nunca había subido a la loma, le daba
miedo, pero, aun así, subió porque se lo había dicho Cocuyo. Cocuyo no era el
jefe de Manteca, sólo era su amigo. Manteca confiaba en Cocuyo porque Cocuyo
alumbraba, tenía aquella lucecita fosforescente y verdosa. Manteca, en cambio, no tenía luz, era opaca, muy
opaca, como las cenizas o el carbón del marabú quemado. Cuando Manteca llegó
a la cima de la loma, muerta de miedo y cagada en los pantalones, descubrió que
la isla era más grande de lo que le habían dicho. Desde allí arriba se veía el
mar anaranjado en toda su plenitud, el horizonte se hacía lejano, y el monte,
lleno de guásimas, palmas, jagüeyes, ceibas y ocujes, parecía una mancha verde
ante el insólito espejo naranja del agua. Manteca, entonces, se sentó en la
hierba y lloró y
lloró. Lloraba porque tanta belleza y tanta inmensidad no cabían en sus
pupilas. Cocuyo llegó caminando despacito, muy despacito, sin hacer ruido, y con
un abrazo luminiscente la abarcó en su totalidad, a pesar de que Manteca era
gorda gordísima. Y, por primera vez en la vida, Manteca sintió que brillaba con
luz propia.
Micaela
y Agapito
Agapito tocaba el silbato y Micaela el
acordeón. Agapito era fuerte como el ácana y tan alto como una palma real. Micaela
era pequeñita y frágil, sin embargo, cargaba con el enorme acordeón como si
cargara con un saco lleno de aire. A Agapito parecía que el silbato le pesara
en el cuello, caminaba cimbrado hacia adelante arrastrando sus largas patas de
flamenco y siempre daba la sensación de estar cansado. Micaela llegaba la
primera a la plaza del batey, mucho antes de que saliera el sol, y montaba su
carpa y su escenario en menos de lo que cantaba el gallo. Agapito se levantaba
tarde y cuando llegaba a la plaza apenas había sitio, y si encontraba cabida
era porque él parecía un alfiler. Micaela, apenas aparecían los niños, entonaba
canciones alegres e improvisaba décimas sobre los animales del monte y la
laguna: que si de la cotorra, de la biajaca, de la jicotea, del jubo o del perro jíbaro,
y los niños aplaudían pidiendo más y más. Agapito tocaba el silbato cada vez
que un niño corría, reía un poco más alto de lo habitual o se ponía a dar
brincos como un chivo, y entonces les gritaba con semblante avinagrado:
¡Muchacho, carijo, quédese quieto y no joda más!. Micaela y Agapito eran
hermanos.
Mandinga
y Carabalí
Mandinga y Carabalí sólo se tienen el
uno al otro. Mandinga es tan viejo como la ceiba del potrero y tiene la cara
lisa como una polymita. Carabalí tiene cara de jutía y es mucho más viejo que
Mandinga. Mandiga, de tan negro que es, no se ve por la noche, pero si se ríe
sus dientes brillan en la oscuridad. Carabalí ya ha perdido todos los dientes y
su negritud se está volviendo gris. Mandinga viste como un tocororo, con
colores vivos y alegres y se entretiene con los zunzunes, los jubos, las arañas
peludas y cuanto bicho hay en el monte, y como es así de “entretenido” y se ríe
solo cuando saca las papas, las malangas o las yucas, de los sembrados, le
llaman el Bobo de la Yuca. A Carabalí le
gusta vestir de blanco, pero desde que se ha enfermado, prefiere ir desnudo por
temor a que el color se enferme con su podredumbre (así llama él a la
enfermedad). Mandinga, a pesar de ser “entretenido” cuida de Carabalí: le toma
la temperatura con la mano, le baja la fiebre con paños húmedos y le hace
tamales, guenguel y majarete con el maíz que él mismo siembra; le espanta los
jejenes y las moscas y le da los jarabes en una jícara hecha de güira. Carabalí
se lo agradece contándole historias de princesas y guerreros de su África
natal. Carabalí y Mandinga habían venido en el mismo barco y los había comprado
el mismo amo. Mandinga antes no era así, era inteligente y jacarandoso, pero
por romper sin querer una botija en la casa del amo, el amo le pegó tan fuerte
en la cabeza que se quedó “entretenido” para siempre. Carabalí le cuidó
entonces y se lo trajo a vivir con él a su bajaraque en los lindes del ingenio.
Carabalí tenía un bajareque propio porque ya era muy viejo. Y como ahora
Mandinga, además de viejo, es “entretenido”, el amo dejó que viviera en el
bajaraque de Carabalí. Al ser ambos tan ancianos no rinden en el cañaveral, por lo tanto ya no
han de vivir en los barracones ni ir al corte de caña, pero Mandinga y Carabalí
no saben vivir sin hacer nada, por eso la amita Eduvilges, que es una niña muy
buena, le había pedido al amo que dejara
que ellos se ocuparan del cuidado de su jardín, el único, en toda la casona, que
está plagado de romerillo, mariposas, varitas
de San José, girasoles, siguarayas, coralillo, cundeamor, y de las orquídeas malvas
que se alimentan del caigurán. Ahora es Mandinga, como he dicho, el que cuida de
Carabalí. Carabalí se ve como un clavel mustio y se entristece, se siente
inútil, pero sobre todo, se entristece más, porque sabe que si él se muere,
Mandinga se quedará solo, muy solo.
Nadie
y Alguien
Nadie no tiene nada y, por no tener, no
tiene ni sombra. Alguien tiene mucho y tiene una sombra muy larga. Nadie,
aunque se ponga al sol y el sol le ilumine con toda su intensidad, nunca tiene
sombra. Alguien, hasta en la oscuridad tiene sombra, o mala sombra, según como
se mire. A Nadie no le importa no tener sombra, y no le gusta hacer sombra ni
ser la sombra de otro. A Alguien le gusta que su sombra siga creciendo y que
cubra la sombra de los demás. Nadie cultiva letras. A veces sus cosechas son
tan escasas que apenas puede alimentarse de palabras, pero a él le da igual,
sus palabras, aunque estén algo raquíticas y sólo den para una oración, le
mantienen vivo. Las cosechas de Alguien, que también cultiva letras, son
copiosas y le dan para párrafos y parrafadas, y para mantener inmaculada su
obesidad mórbida. A Nadie le gusta cosechar palabras como: blanco, lagartija, espejo
o lluvia. A Alguien le gusta cosechar palabras como: oropel, ditirambo,
suculento o grandilocuencia. Nadie y Alguien
viven en un pequeño islote dentro de un mar inmenso que a su vez está
dentro de un gran océano. Nadie no ocupa casi nada, sólo un cuarto del islote
que comparte con los otros. Alguien lo ocupa casi todo: las tres cuartas partes
restantes. A Nadie le gusta no ser nadie, y a Alguien le gusta ser alguien, aunque
sigue soñando que un día será Dios.
O. Moré
2016
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