Todas las ilustraciones son de Keith Perelli (más de este artista clicando en su nombre) |
(Fragmento 2)
Todos nos conocíamos desde
pequeños, habíamos hecho juntos la primaria, la secundaria y luego el pre, excepto
Elpidio, que había venido de la capital y lo conocimos a mitad de curso, en
duodécimo grado. Sus padres se habían ido,
la muerte de Gabriel, el hermano mayor de Elpidio, en aquella guerra africana
de la que no recobraron el cuerpo (había quedado totalmente destrozado en una
explosión y se había convertido en carroña para los buitres), les dejó secos,
ya nada les importaba, sólo querían huir, no podían soportar seguir viviendo en
aquella sociedad que había obligado a su hijo a marcharse a una guerra extraña.
Tuvieron que dejar a Elpidio y también a Amalia, la mujer de Gabriel. Elpidio
no podía irse porque estaba en edad de cumplir el servicio militar obligatorio;
Amalia, simplemente, no había querido.
Elpidio vino a vivir con su tía
Calixta, que era la madre de Dámaso, hasta que sus padres pudieran reclamarle.
Ser primo de Dámaso le abrió las puertas del grupo, se hizo uña y carne de cada
uno de nosotros. La verdad era que caía bien. A pesar del abandono de sus
padres y la muerte de su hermano, se comportaba siempre de manera jovial, era
listo, intuitivo, contaba chistes como nadie y, para rematar, era muy bien
parecido, enseguida encandiló a todas las chiquillas, pero quien se llevó el
gato al agua fue Renata. Hacían una pareja de rechupete, aunque tenían claro
que aquello no duraría para siempre. Se veían cuando nos daban pase de fin de semana en la unidad
militar. Ah, sí, acabamos todos haciendo el servicio militar en la misma unidad
de artillería, cosa que a Ramón le vino que ni pintado, porque sobrevivió aquellos
dos años gracias a nosotros. Digamos que Ramón no es muy varonil.
El resto nacimos en Naranjos,
este insignificante pueblucho. Ya saben lo que dice el dicho: “pueblo chiquito,
infierno grande”. Y es verdad, para todos nosotros el pueblo, a medida que
fuimos creciendo y tomando conciencia de lo que afloraba y se cocía a nuestro
alrededor, se volvió el mismísimo infierno. Atrás habían quedado los cantos,
los himnos, las pañoletas, el triunfalismo patriótico, para dar paso a la
apatía y la falta de fe en el futuro. Éramos una generación truncada. Lejos de
ser “pinos nuevos”, fuimos árboles que nacimos torcidos. Y, aún así, nosotros,
los del grupo, albergábamos alguna esperanza. “El vino, de plátano; y si sale agrio, ¡es nuestro vino!”, dijo aquel
insigne patriota, por lo tanto aquí nos quedamos todos al acabar el servicio, en
el pueblo, en el infierno, trabajando en otro infierno, el Central. Dámaso, Álvaro
y yo: de macheteros en el cañaveral; Renata y Lena en el laboratorio, y Ramón en
las oficinas. Siempre con la fe de que
las cosas algún día iban a cambiar. Para ese entonces Elpidio ya había volado.
Renata lo había olvidado, pasado unos meses de lloros y sofocos, en brazos de
Álvaro, que siempre había estado puesto para su “cartón.” Se ocupó él muy
bien de que ella no recordara al
“traidor” (así le llamaron en el pueblo a Elpidio cuando anunció que por fin le
había llegado la salida) haciéndole un hijo tras otro. Ya van por el quinto.
El Central nos daba de comer a
todos, o de mal comer, porque aunque trabajábamos como mulos, el salario era
poco y si a eso le sumabas la libreta de abastecimiento y la “nada cotidiana”,
poca cosa había para llevarse a la boca. En la nada es difícil encontrar algo.
En la nada sólo se encuentra la nada. Así que Naranjos era el infierno de la
nada. Y no sé por qué hablo en pasado, sigue siendo, es, aún hoy, el infierno
de la nada. Pero ahí estaba la emulación socialista y el movimiento millonario.
Trabaja, trabaja, trabaja, corta caña, corta caña, y si sobrepasas el millón,
los dos millones, los tres millones de arrobas de caña cortada, te premiaremos
con un Lada o un Mosckovich, y hasta con suerte con un Fiat, un polaquito, que
te harán mucha, pero mucha ilusión, pero que luego no podrás usar porque no
habrá gasolina. Y qué si se te está cayendo la casa, si no tienes muebles o los
zapatos anuales que te tocaron por la libreta ya están hechos talco..., para
qué satisfacer esas necesidades si el burro lo que necesita es una gran
zanahoria, de un anaranjado refulgente y apetitoso, montada en cuatro ruedas. Pero no importaba, era un estímulo y, además,
un privilegio. Pocos, muy pocos, tenían la posibilidad, al igual que los
macheteros millonarios, de que te ofertaran un carro. Yo quería optar por ese
carro. Pero qué va, por más que me esforcé, no pude, se lo ganó Dámaso, y a
partir de ese momento iniciaría la andadura hacia su particular Monte Calvario:
del cañaveral a la dirección del Central y de ahí al Ministerio.
Dámaso comenzó a destacar en la
zafra, cortaba más arrobas que nadie, en poco tiempo se convirtió en machetero
millonario y su prestigio sobrepasó las fronteras de Naranjos, primero a nivel
municipal, luego provincial y después a nivel nacional. Salía en los periódicos
y en la televisión, su fama iba en aumento por lo que cada vez más era
requerido aquí o allá para demostrar sus proezas con el machete. Alcanzó la
distinción de héroe nacional del trabajo y lo agasajaron con el Fiat. El Fiat
era como un objeto extraterrestre en Naranjos donde nadie tenía carro, allí el
transporte particular se limitaba a algunos caballos y a carretones, o a coches
tirados por ellos, y hasta a un burro, que era del viejo Salustiano y que
tiraba del carretón donde transportaban los sacos de carbón desde su carbonera
en la ciénaga hasta el pueblo. Y allí estaba el flamante Fiat anaranjado,
aparcado frente a la casa de Dámaso, convertido en el centro de atención del
pueblo durante meses. Y allí siguió otro tiempo más, porque Dámaso no sabía
manejar, y tampoco quería aprender, así que, antes de que se convirtiera en
chatarra delante de sus propios ojos, lo donó al Central, para que sirviera de
vehículo de urgencias o para cualquier otra cosa que hiciera falta. La donación
fue noticia y junto con ella vino su nombramiento como director del Central.
Entonces Dámaso hubo de dejar sus queridos cañaverales, donde se sentía dios
supremo y todo poderoso, por un despacho entre un mar de papeles. Luego vendrían reuniones y más reuniones, a
nivel local, municipal, provincial y nacional. El Fiat anaranjado por fin tuvo
utilidad, le asignaron un chofer y cada día iba de un lado para otro. Lo
increíble es que a pesar de toda esta marabunta burocrática a la que se tenía
que enfrentar Dámaso, siempre encontraba tiempo para ir por los cañaverales y ensalzar
a los macheteros. A veces se presentaba
allí al alba y cortaba algunas arrobas antes de comenzar su labor en el
despacho. Yo no podía entender de dónde sacaba tanta energía. Y el Central,
bajo su dirección, creció, y creo que era por eso, porque apenas podía estaba
allí, mano a mano con los trabajadores, en el cañaveral, en la molienda o en el refinado. E inmerso en
esta vorágine de trabajo se casó con Mirna que, desde que él había ocupado la
dirección del Central, se había convertido en su secretaria.
“Lo peor fue dejar a allí a Mirna”, me dijo en aquella última
conversación. Y eso también nos había chocado a todos ¿Por qué Mirna no había
vuelto con él al pueblo? ¿Qué había pasado? Aquel día lo supe todo. Cuando me
llevé a Mirna del parque, que era dónde me había encontrado, nos fuimos andando hacia los cañaverales hasta llegar a
la caseta de la turbina, nos sentamos en el pequeño muro que la circundaba y,
entre sollozos, me desgranó la historia.
Continúa Aquí
O. Moré
2015
(todos los derechos reservados)
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