miércoles, 9 de abril de 2014

Cicatrices (segunda parte, fragmento final)

Y sigue el culebrón Cicatrices... pero, al fin, hemos dado término a  la segunda parte: La Cicatriz de Arturo Tristán. Y creo, como dicen aquí, en España, que se me ha ido completamente la pinza... Espero, al menos, me llamen de Televisa, jajaja... Un abrazo a todos, y gracias por sufrirme.
Broken Dreams / Kamea Hadar / Hawai


Observe que Arturo se ha quedado ausente, dejémosle que rememore y, que al mismo tiempo, respire. Justo como hace ahora, con esas inspiraciones profundas, llevando aire a sus pulmones para oxigenar toda esa podredumbre que el destino, sin piedad alguna, le ha hecho acumular en cada oquedad, en cada resquicio de su cuerpo, en su corazón, en cada una de sus vísceras. Pero no, no se levante, él aún no ha terminado de narrar, falta el por qué, falta el motivo. Sólo se está calmando. Recuerde esa perniciosa influencia de la cicatriz, que late y quiere tener vida propia. Piense en todo lo que ha sufrido este muchacho. Mírele, apenas veintitrés años y carga con esa etiqueta: ASESINO. Póngase en su piel, calce sus zapatos, intente recorrer su camino. Piense usted que, aunque la juventud le vista en esa piel de hombre curtido, sigue siendo un niño, sigue siendo aquel chaval que quedó truncado el día que enfermó su padre y que más tarde quedó roto, hecho añicos, cuando éste murió. Si observa bien sus ojos verá que está conteniendo las lágrimas, que quiere aparentar fortaleza, seguir vistiendo la coraza, pero que le es casi imposible y una lágrima disidente escapa y recorre, como un riachuelo por el lecho seco de otrora, el camino trazado por la cicatriz. Sí, sé que usted se ha percatado de todo, usted sabía desde el instante primero que alguien que haya vivido lo que él, no podía contar esta historia así, como si de un cuento de hadas se tratara, que en algún momento tenía que caer, que nadie que se considere verdaderamente humano y tenga la capacidad para amar, como nuestro protagonista, puede soportar, durante mucho más tiempo, seguir enclaustrado en esa escafandra, en esa crisálida que se tejió aquel mismo día en que un nicho frío y oscuro, tapiado por un mármol más frío aún, le separó de su padre para siempre. Porque todo lo que él hizo fue por amor, amor a su padre, a su madre, a su hermano. “Sí, papá, cuidaré de ellos, le prometió”. Y es justo lo que está rememorando en este momento, lo que le ha causado que esa lágrima furtiva esté a punto de hacer que se derrumbe. Usted no puede acceder a sus pensamientos, pero yo sí, no obstante, si se deja conducir por mi mano verá lo que yo veo. Agárreme fuerte, sienta la presión de mis dedos en su carne, ahora relájese y deje que fluya esta corriente sensitiva  y entréguese a la sinergia. Bien, cierre los ojos si lo prefiere, y observe, observe más allá de la realidad circundante. ¿Ya está dentro? ¿Sí? Ya le ve… ¿no es así? ahí, en su habitación, leyendo. Tiene diez años y es un lector voraz, fíjese en la cantidad de libros desperdigados por la habitación, amontonados en las estanterías y en la mesita de noche. Lea los títulos de esos mismos, los de la mesita: La isla Misteriosa, de Stevenson; Dos años de vacaciones, de Verne; El último Mohicano, de Fenimore Cooper; Narraciones Completas, de Poe; Sherlock Holmes, de Conan Doyle; Oliver Twist, de Dickens… y allí, junto a la ventana, sobre la silla: Los viajes de Gulliver, de Swift; Robinson Crusoe, de Defoe;  Sandokan, de Salgari… Levitemos hacia él, pongámonos a su espalda y veamos qué lee ahora. Si nos concentramos bien podremos agrandar la imagen, la página del libro que acaba de comenzar aparecerá en primerísimo primer plano. Eso es, muy bien, lea esos caracteres de negro sobre blanco que se reflejan en la límpida retina de esos ojos marrones y soñadores, que se supone tienen todo un futuro por delante, que él cree, a esta edad temprana, será lleno de aventuras, como los héroes de sus libros, pero que usted y yo sabemos que no es ni será así:


"Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo…"

Sí, Cien Años de Soledad, de García Márquez, Arturo Tristán, ese niño moreno de ojos sedientos de letras “había de recordar aquella tarde remota en que su padre” le regaló aquella novela, que no es otra tarde que esta que estamos visionando usted y yo, en la que él ha entrado como un bólido a la habitación y ha abierto, por primera vez, las páginas de este libro. Pero aún podemos hacer más, sí, podemos retroceder en escenas breves, y verle antes de que suba a la habitación libro en mano, verle en el comedor soplando las velas, ver a su madre preparando el pastel en la cocina, ver a su padre entrando con el regalo en una mano (el libro) y con un sobre en la otra, acercarse a su mujer despacio, muy despacio, dejar el libro sobre la mesa y tenderle el sobre, y vemos que ella no necesita leerlo, porque la cara de él ya denota, delata, lo que allí hay escrito, solo vemos el sobre caer al suelo y ambos se abrazan y lloran con el más profundo de los pesares y tremolan abrazados y son dos cuerpos que parecen uno solo transfigurados en un gran espasmo de dolor, y podemos dirigir la mirada hacia ese sobre en el suelo y volver a concentrarnos hasta lograr, de nuevo, otro primerísimo primer plano y leer el rótulo en verde debajo de un insulso logotipo: Hospital Clinic de Barcelona. Unidad de Oncología. Verle a él en la puerta de la cocina contemplado la escena y no entender lo que está pasando y entonces oírle decir: “Mamá, Papá… ¿por qué lloráis?” Y ver a su madre secarse las lágrimas y correr y abrazarle, mientras su padre, aún de espaldas, también intenta serenarse y, con el dorso de la mano, escurrir esa angustia líquida que escapa de sus ojos, volverse y sumarse al abrazo y decir: “Porque te nos estás haciendo un hombre hijo, lloramos por eso, de pura felicidad…” Y entonces él ríe y dice: “Que no, Papá, que no, que aún no he crecido el centímetro de siempre”. Y mira hacia el marco de la puerta donde está su nombre escrito con  rotulador azul,  luego una línea y, sobre ella, una cifra en centímetros y una fecha; es la prueba física de sus palabras, y, un poco más abajo, en rotulador rojo, el nombre, la línea, la cifra  y la fecha de su hermano. Ahora viajemos de nuevo hacia delante, vayamos a esa región de su memoria donde está agazapado ese recuerdo que le ha hecho enjugar sus ojos, sólo hemos de volver al instante en que sopla las velas arropado por los suyos, y todos cantan y luego sonríen; sonríe Luis mientras da palmas y sonríen Mamá y Papá  a pesar de la tristeza  que están deglutiendo por dentro. Y cuando las velas han sido apagadas, Mamá corta el pastel en porciones triangulares, y él tiene la sensación de que son como pequeñas pirámides acostadas a las que les faltan los laterales. Entonces Papá, antes de catar el primer bocado le dice: “Turín, ahora que ya eres casi un hombrecito... ¿te puedo pedir una cosa?”. “Claro, Papá”, dice él. “Si algún día Papá no estuviera, por el motivo que fuese, prométeme que cuidarás de Mamá y de Luis”. Y él, con la boca llena de pastel y los labios embadurnados de merengue dice: “Sí, Papá, cuidaré de ellos”, y hay mucho convencimiento en sus palabras aunque no entiende a qué viene esa petición de su padre. Y su Padre, Ovidio Horacio Tristán, nacido en Cuba, hijo de un emigrante catalán de nombre Jacinto y de una cubana llamada Gertrudis, por fin cata el pastel, y es el bocado más amargo de su vida, al tiempo que cree haber estado representando la escena cliché de un cursi melodrama, y entonces rememora, a su vez, su propia infancia a la edad de su hijo, cuando aún vivían en Cuba, cuando él también cumplía años. Se ve sentado, después de haber comido el pastel, con el abuelo  Eladio, el padre de su madre, y el iaio Joan, el padre de su Padre, en el portal de la finca de este último, La Moreneta, y los oye a los dos en una jocosa controversia, en un duelo de décimas canturreadas de manera desafinada y desastrosa por el iaio Joan y de manera exquisita por el abuelo Eladio, y luego reír ambos a pura carcajada, porque eran como críos pequeños estos dos ancianos amantes de la literatura y de la poesía, nada más había que ver  los nombres que habían elegido para sus hijos, y nadie, que no lo supiera, hubiera imaginado que el iaio Joan, en aquellos momentos, era víctima de un cáncer viendo la alegría que demostraba, y que meses más tarde el iaio se iba ir  apagando, reduciéndose a hueso y pellejo, como le pasó también a su padre, Jacinto. Pero sobre todo recuerda que los dos, tanto su iaio como su padre, mantuvieron la sonrisa hasta el final y así lo hará él. Y Arturo no sabe si este recuerdo de su padre, que puede evocar con tanta nitidez, es también un recuerdo suyo, si se ve a sí mismo como su padre o viceversa, porque la memoria se transmite, la memoria se hereda, pero también, a veces, te juega  malas pasadas. Ahora le vemos ya saliendo de este pequeño trance, se gira de nuevo hacia usted, quiere acabar de sacarse el horror.

Aquel día regresé de la Universidad mucho antes de lo previsto, habían cancelado varias clases. Era un viernes por la tarde. Llegue a casa sobre las cinco. Entré, llamé, pero nadie me contestó. Fui a la cocina a por una bebida, hacía muchísimo calor, y encontré una nota de mi madre en la nevera: “Hijo, he salido a hacer unas compras de última hora. Tu hermano está en el lago, lleva toda la tarde allí.  Félix se quedará hasta tarde en la empresa. Si no he regresado para las ocho, ocúpate de Luisito, que no se quede en el agua hasta tan tarde, y que haga los deberes. Besos. Mamá”. Subí a mi habitación, me quité la ropa y me puse un bañador y unas chanclas, bajé, salí al jardín trasero y me encaminé hacia el lago. Aprovecharía para darme un chapuzón y luego traerme a mi hermano de vuelta. Para acceder al lago tenía que atravesar la verja entre los rosales que cubrían todo el cercado, luego bajar cinco escalones de piedra y ya estabas casi cerca de la orilla. Los antiguos propietarios de la casa habían recubierto el suelo que iba desde la escalera al agua con arena, imitando una especie de senda, que evitaba ensuciarse los pies con el lodo arcilloso que formaba el tímido oleaje. También habían construido una caseta para resguardarse del sol. En ella había una pequeña mesa, unos bancos, una nevera mediana y cacharros varios, como vasos, cubiertos y platos, amontonados en una repisa, luego, al lado de la puerta, había una pala sobre varios sacos de arena. La pala se utilizaba para esparcir ésta última cuando había que rellenar los espacios que comenzaban a ralear. La caseta estaba separada de la escalera de piedra unos cuantos metros hacia el lado derecho. Desde la altura de los escalones tenías visión de gran parte del lago. No vi a Luis, bajé, me acerqué a la orilla y miré a un lado y al otro…

Fíjese de nuevo en la cicatriz, está morada. Ahora es un verdugón que descompone el rostro de Arturo. Observe que los latidos son más fuertes y que ella pareciera querer  escapar de ese rostro, hacerse independiente, como una víbora dispuesta a inocular su veneno. Vea además que las lágrimas de Arturo brotan en cascada, que la voz le tiembla, pero que, aun así, está dispuesto a llegar al final y sigue hablando, sigue exorcizándose para usted, porque ya no puede quedarse callado, no puede seguir aguantando este dolor.

…  y seguía sin verle… Entonces sentí unos gemidos que provenían de la caseta, me acerqué y abrí la puerta, y allí estaba mi hermano con las manos atadas a la espalda haciéndole una felación a Félix, mientras, el muy hijo de puta, le agarraba por el pelo con una mano y con la otra sostenía un cúter amenazante sobre su rostro. Luis estaba blanco, temblando, los ojos desorbitados, anegados en lágrimas. Puig se giró al sentir mi grito a su espalda. Por unos segundos se quedó helado, una máscara de terror se instaló en su cara, se subió de inmediato los pantalones y se abalanzó hacia mí cúter en mano, el miedo y el horror por lo que acababa de presenciar me habían dejado petrificado, entonces él me lanzó la cuchillada, alcanzándome en la cara. No creo que quisiera herirme, sólo quería escapar allí, pretendía apartarme de la puerta. Grité de dolor llevándome las manos a la cara, intentó salir, pero no sé de dónde demonios saqué valor, eché mano de la pala y le pegué en las costillas, haciéndole perder el equilibrio para  luego caer al suelo, no sin antes llevarse por delante la repisa con todos los cacharros. En ese momento, aprovechando su caída, cogí a Luis del brazo y me lo llevé de allí todo lo rápido que pude, al tiempo que gritaba pidiendo auxilio. Aún llevaba la pala en mi otra mano. Subimos los escalones. Todo mi cuerpo estaba manchado por la sangre de mi herida. Al cruzar la verja y pasar al jardín, Puig ya estaba tras nosotros, empujé a Luis y le conminé a correr, a buscar ayuda, mientras yo me enfrentaba a aquel hombre que me sobrepasaba en altura y peso, y aunque sabía que era bastante torpe, no podía confiarme, la ira y el miedo que se reflejaban en su rostro, al ser pillado in fraganti, le daban un aspecto temible. Avanzó hacia mí e intentó decir algo, no le di tiempo a más, levanté la pala y le pegué en la cabeza, no hizo el menor intento por defenderse, sabía que todo estaba perdido. La pala dio de canto en su cráneo, sentí el hueso astillarse, cayó hacia atrás, contra los rosales, y la sangre cubrió las rosas, las empapó. Luego quiso incorporarse, pero su tentativa fue en vano, se desplomó hacia delante, cayendo de bruces ante mis pies, su mano se agarró a mi tobillo, di unos pasos hacia atrás, tiré de mi pierna con fuerza y logré zafarme de su asquerosa garra, entonces comencé a pegarle en la cabeza una y otra vez… Aaaaaaaaahhhhhhhh…

Sí, Arturo grita, ahora, ahora mismo, aquí, en el bar, y el grito sale de sus entrañas, y no importa el grito, es la necesidad del grito, esa necesidad liberadora que te vacía, que ahuyenta el horror, que espanta la rabia, la congoja, la pena. No, usted no intervenga, déjelo liberarse, déjelo que vomite el pasado… no necesita consuelo, ahora sólo necesita espacio, él solo se irá calmando. Ve ahora como llora espasmódicamente, la cabeza sobre la mesa y los brazos sobre ésta, cubriéndose, como si se protegiera del destino, como si no quisiera que se cuele por sus ojos y anide en su interior la desesperanza. Dejémosle a solas, levántese despacio y venga conmigo, no importa que los demás: Margarita, Elena, Roger, estén observando atónitos la escena, porque a usted y a mí no nos ven. Margarita se acerca ahora hacia él con un vaso de agua… Usted sígame, sentémonos en esta otra mesa, yo terminaré de narrarle esta historia.

Cuando Amanda llegó, ya estaba allí la policía. Al ser puesta al corriente de todo, su mente no pudo procesar toda aquella información, sufrió un shock del que nunca más se ha recuperado. Estuvo ingresada durante mucho tiempo hasta que Luis se pudo ocupar de ella y la trajo a vivir de nuevo a la casa del lago. A pesar de ser el que estuvo sufriendo abusos constantes durante esos meses de matrimonio de su madre,  logró reponerse, bueno, si a querer seguir viviendo, no por él, sino por ella, se le puede llamar reponerse y mostrar algo de entereza. Estuvo en tratamiento psicológico durante dos años y aún va, cada viernes, a terapia de grupo. Abomina del sexo. Y el día que muera su madre se quitará la vida, entrará en las frías y congeladas aguas del lago, porque será en invierno, y caminará hasta quedar cubierto por ese negro espejo, como hizo aquella poetisa, Alfonsina, de la que oyó hablar en un documental de la tele en una de sus múltiples noches de insomnio. Para ese entonces será un hombre de cuarenta años que vive de la pensión que recibe su madre, enclaustrado en aquella casa, de la que nunca más ha vuelto a pisar el jardín trasero ni el lago. Bueno, el jardín ya no existe tal y como era, es una selva a pequeña escala donde las alimañas, los insectos y las malas hierbas campan a sus anchas.
Doña Berta y Soraya heredaron toda la fortuna que estaba destinada a Félix. En el juicio contra Arturo, por homicidio, se desvelaron todos los trapos sucios de la familia.
Don Gregorio Puig, legaba  la empresa y demás propiedades a su hijo, además de todo su dinero, pero éste sólo podría acceder a las cuentas bancarias si se casaba, siempre y cuando lo hiciera antes de cumplir los cuarenta y cinco años. A su mujer y a Soraya, de la cual había descubierto no era hija suya, sino que era  producto de la infidelidad de Doña Berta con uno de sus socios, no les legaba nada, así rezaba en el testamento. También salió a relucir que ambas, desde hacía muchísimo tiempo, conocían  las inclinaciones sexuales de Félix, lo habían sorprendido abusando de un primo suyo en unas vacaciones en la casa de la familia de Doña Berta en Málaga, de donde era originaria, pero todo quedó en el más absoluto silencio, para no desatar un temido escándalo, eso sí, con la familia malagueña jamás volvieron a hablarse. Ellas habían estado amenazando a Félix con hacer pública  su “debilidad” si no las incluía en su testamento y las hacía partícipes de la empresa. Todas estas informaciones las proporcionó el abogado defensor de Arturo, el cual, a su vez, las había recopilado entre los vecinos de la familia  y los trabajadores de Encofrados Puig. Pero el juez instructor del caso no les dio crédito, por tratarse de habladurías o simples conjeturas, y, aunque eran ciertas todas y cada una de ellas, no había manera de demostrarlas. Y ahí está ellas, Doña Berta y Soraya, pudriéndose en ese dinero. Así es el mundo de hoy, la maldad nos lleva ventaja.  
Y ahora quizás usted cree que acaba de ser testigo, en primera persona, de un verdadero culebrón, de un simple y barato melodrama lacrimógeno, digno de una sesión vespertina de telenovela, y así ha sido, no se equivoca, porque la vida es un melodrama, la vida cotidiana, la que se extiende ante usted desde el minuto primero en que cada mañana abre los ojos a la realidad. Sí, créase esa trillada frase, porque por más trillada que pareciera ser, es de una certeza incuestionable: “La realidad siempre supera a la ficción”. Vivimos en un folletín que para unos es dramático y para otros es edulcorado, y luego están los que lo convierten en una aventura de riesgo y los que lo viven como una comedia. Los más afortunados lo probarán todo, harán de su vida una amalgama  folletinesca y al final podrán decir que han tenido una vida plena, con todos sus llantos, todas sus risas, todos sus amores, todos sus riesgos todas sus esperanzas. hemos de vivir  este folletín, esta telenovela hasta la última página, hasta el último capítulo, hasta la palabra FIN.
No, no, aún no hemos acabado, como todo melodrama que se precie a éste, del que usted ha sido testigo, aún le queda más, mucho más. Recuerde que hemos dejado incompletas las historias de Elena, Roger y Margarita. Si usted quiere, tal  como lo ha hecho con Arturo, conocer los entresijos de estas historias, siga aquí, a mi lado, yo le conduciré. ¿Se queda? ¿Sí? pues demos paso al segundo acto. Pero antes, creo que usted merece saber una última cosa sobre esta cicatriz tan intempestiva y que ardía ebria de venganza, la que contraria a la determinación de Arturo de empezar de nuevo se empeñaba en recordarle su tránsito por la estación de la violencia. Qué me diría usted si yo le dijera que por su causa Arturo estuvo a punto de estropear su futuro varias veces más, porque cuando se cruzaba en el pueblo con Doña Berta o con Soraya, la cicatriz hervía, mostrando ese color morado que le incitaba a la venganza,  a rajarles, de un solo tajo, el cuello. Pero gracias a Dios que existía Anaïs ¿Recuerdan  a la bella Anaïs, la que le esperó y le acogió cuando salió de prisión? ¿Sí? Pues ella logró vencer a la cicatriz. Y ahora, para rematar, le voy a soltar otra píldora filosófica que bien pudiera haber salido de esa telenovela vespertina, de ese culebrón del que ya hemos hablado: “El amor, el amor verdadero y desinteresado, cura todas las heridas, cierra para siempre todas las cicatrices”.

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Nota: Iaio: forma sustantiva para designar abuelo en catalán.
Gertrudis, por Gertudis Gómez de Avellaneda (poetisa cubana 1814-1873)
Jacinto, por Jacinto Verdaguer (poeta catalán 1845-1902)
Ovidio y Horacio, por los poetas clásicos latinos.

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