Broken Dreams / Kamea Hadar / Hawai |
Observe que Arturo se ha quedado ausente,
dejémosle que rememore y, que al mismo tiempo, respire. Justo como hace ahora, con
esas inspiraciones profundas, llevando aire a sus pulmones para oxigenar toda
esa podredumbre que el destino, sin piedad alguna, le ha hecho acumular en cada
oquedad, en cada resquicio de su cuerpo, en su corazón, en cada una de sus
vísceras. Pero no, no se levante, él aún no ha terminado de narrar, falta el
por qué, falta el motivo. Sólo se está calmando. Recuerde esa perniciosa
influencia de la cicatriz, que late y quiere tener vida propia. Piense en todo
lo que ha sufrido este muchacho. Mírele, apenas veintitrés años y carga con esa
etiqueta: ASESINO. Póngase en su piel, calce sus zapatos, intente recorrer su
camino. Piense usted que, aunque la juventud le vista en esa piel de hombre
curtido, sigue siendo un niño, sigue siendo aquel chaval que quedó truncado el
día que enfermó su padre y que más tarde quedó roto, hecho añicos, cuando éste murió.
Si observa bien sus ojos verá que está conteniendo las lágrimas, que quiere
aparentar fortaleza, seguir vistiendo la coraza, pero que le es casi imposible
y una lágrima disidente escapa y recorre, como un riachuelo por el lecho seco
de otrora, el camino trazado por la cicatriz. Sí, sé que usted se ha percatado
de todo, usted sabía desde el instante primero que alguien que haya vivido lo
que él, no podía contar esta historia así, como si de un cuento de hadas se
tratara, que en algún momento tenía que caer, que nadie que se considere
verdaderamente humano y tenga la capacidad para amar, como nuestro
protagonista, puede soportar, durante mucho más tiempo, seguir enclaustrado en
esa escafandra, en esa crisálida que se tejió aquel mismo día en que un nicho
frío y oscuro, tapiado por un mármol más frío aún, le separó de su padre para
siempre. Porque todo lo que él hizo fue por amor, amor a su padre, a su madre,
a su hermano. “Sí, papá, cuidaré de ellos, le prometió”. Y es justo lo que está
rememorando en este momento, lo que le ha causado que esa lágrima furtiva esté
a punto de hacer que se derrumbe. Usted no puede acceder a sus pensamientos,
pero yo sí, no obstante, si se deja conducir por mi mano verá lo que yo veo.
Agárreme fuerte, sienta la presión de mis dedos en su carne, ahora relájese y
deje que fluya esta corriente sensitiva
y entréguese a la sinergia. Bien, cierre los ojos si lo prefiere, y
observe, observe más allá de la realidad circundante. ¿Ya está dentro? ¿Sí? Ya
le ve… ¿no es así? ahí, en su habitación, leyendo. Tiene diez años y es un
lector voraz, fíjese en la cantidad de libros desperdigados por la habitación,
amontonados en las estanterías y en la mesita de noche. Lea los títulos de esos
mismos, los de la mesita: La isla Misteriosa, de Stevenson; Dos años de
vacaciones, de Verne; El último Mohicano, de Fenimore Cooper; Narraciones
Completas, de Poe; Sherlock Holmes, de Conan Doyle; Oliver Twist, de Dickens… y
allí, junto a la ventana, sobre la silla: Los viajes de Gulliver, de Swift;
Robinson Crusoe, de Defoe; Sandokan, de
Salgari… Levitemos hacia él, pongámonos a su espalda y veamos qué lee ahora. Si
nos concentramos bien podremos agrandar la imagen, la página del libro que
acaba de comenzar aparecerá en primerísimo primer plano. Eso es, muy bien, lea
esos caracteres de negro sobre blanco que se reflejan en la límpida retina de
esos ojos marrones y soñadores, que se supone tienen todo un futuro por
delante, que él cree, a esta edad temprana, será lleno de aventuras, como los
héroes de sus libros, pero que usted y yo sabemos que no es ni será así:
"Muchos
años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había
de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo…"
Sí, Cien Años de Soledad, de García Márquez, Arturo Tristán, ese niño moreno de
ojos sedientos de letras “había de
recordar aquella tarde remota en que su padre” le regaló aquella novela,
que no es otra tarde que esta que estamos visionando usted y yo, en la que él
ha entrado como un bólido a la habitación y ha abierto, por primera vez, las
páginas de este libro. Pero aún podemos hacer más, sí, podemos retroceder en
escenas breves, y verle antes de que suba a la habitación libro en mano, verle
en el comedor soplando las velas, ver a su madre preparando el pastel en la
cocina, ver a su padre entrando con el regalo en una mano (el libro) y con un
sobre en la otra, acercarse a su mujer despacio, muy despacio, dejar el libro
sobre la mesa y tenderle el sobre, y vemos que ella no necesita leerlo, porque
la cara de él ya denota, delata, lo que allí hay escrito, solo vemos el sobre
caer al suelo y ambos se abrazan y lloran con el más profundo de los pesares y
tremolan abrazados y son dos cuerpos que parecen uno solo transfigurados en un
gran espasmo de dolor, y podemos dirigir la mirada hacia ese sobre en el suelo
y volver a concentrarnos hasta lograr, de nuevo, otro primerísimo primer plano
y leer el rótulo en verde debajo de un insulso logotipo: Hospital Clinic de
Barcelona. Unidad de Oncología. Verle a él en la puerta de la cocina
contemplado la escena y no entender lo que está pasando y entonces oírle decir:
“Mamá, Papá… ¿por qué lloráis?” Y ver a su madre secarse las lágrimas y correr
y abrazarle, mientras su padre, aún de espaldas, también intenta serenarse y,
con el dorso de la mano, escurrir esa angustia líquida que escapa de sus ojos,
volverse y sumarse al abrazo y decir: “Porque te nos estás haciendo un hombre
hijo, lloramos por eso, de pura felicidad…” Y entonces él ríe y dice: “Que no,
Papá, que no, que aún no he crecido el centímetro de siempre”. Y mira hacia el
marco de la puerta donde está su nombre escrito con rotulador azul, luego una línea y, sobre ella, una cifra en
centímetros y una fecha; es la prueba física de sus palabras, y, un poco más
abajo, en rotulador rojo, el nombre, la línea, la cifra y la fecha de su hermano. Ahora viajemos de
nuevo hacia delante, vayamos a esa región de su memoria donde está agazapado
ese recuerdo que le ha hecho enjugar sus ojos, sólo hemos de volver al instante
en que sopla las velas arropado por los suyos, y todos cantan y luego sonríen;
sonríe Luis mientras da palmas y sonríen Mamá y Papá a pesar de la tristeza que están deglutiendo por dentro. Y cuando
las velas han sido apagadas, Mamá corta el pastel en porciones triangulares, y
él tiene la sensación de que son como pequeñas pirámides acostadas a las que
les faltan los laterales. Entonces Papá, antes de catar el primer bocado le
dice: “Turín, ahora que ya eres casi un hombrecito... ¿te puedo pedir una
cosa?”. “Claro, Papá”, dice él. “Si algún día Papá no estuviera, por el motivo
que fuese, prométeme que cuidarás de Mamá y de Luis”. Y él, con la boca llena
de pastel y los labios embadurnados de merengue dice: “Sí, Papá, cuidaré de
ellos”, y hay mucho convencimiento en sus palabras aunque no entiende a qué viene
esa petición de su padre. Y su Padre, Ovidio Horacio Tristán, nacido en Cuba,
hijo de un emigrante catalán de nombre Jacinto y de una cubana llamada
Gertrudis, por fin cata el pastel, y es el bocado más amargo de su vida, al
tiempo que cree haber estado representando la escena cliché de un cursi
melodrama, y entonces rememora, a su vez, su propia infancia a la edad de su
hijo, cuando aún vivían en Cuba, cuando él también cumplía años. Se ve sentado,
después de haber comido el pastel, con el abuelo Eladio, el padre de su madre, y el iaio Joan,
el padre de su Padre, en el portal de la finca de este último, La Moreneta, y
los oye a los dos en una jocosa controversia, en un duelo de décimas
canturreadas de manera desafinada y desastrosa por el iaio Joan y de manera
exquisita por el abuelo Eladio, y luego reír ambos a pura carcajada, porque
eran como críos pequeños estos dos ancianos amantes de la literatura y de la
poesía, nada más había que ver los
nombres que habían elegido para sus hijos, y nadie, que no lo supiera, hubiera
imaginado que el iaio Joan, en aquellos momentos, era víctima de un cáncer
viendo la alegría que demostraba, y que meses más tarde el iaio se iba ir apagando, reduciéndose a hueso y pellejo,
como le pasó también a su padre, Jacinto. Pero sobre todo recuerda que los dos,
tanto su iaio como su padre, mantuvieron la sonrisa hasta el final y así lo
hará él. Y Arturo no sabe si este recuerdo de su padre, que puede evocar con
tanta nitidez, es también un recuerdo suyo, si se ve a sí mismo como su padre o
viceversa, porque la memoria se transmite, la memoria se hereda, pero también,
a veces, te juega malas pasadas. Ahora
le vemos ya saliendo de este pequeño trance, se gira de nuevo hacia usted,
quiere acabar de sacarse el horror.
Aquel día
regresé de la Universidad mucho antes de lo previsto, habían cancelado varias
clases. Era un viernes por la tarde. Llegue a casa sobre las cinco. Entré,
llamé, pero nadie me contestó. Fui a la cocina a por una bebida, hacía
muchísimo calor, y encontré una nota de mi madre en la nevera: “Hijo, he salido
a hacer unas compras de última hora. Tu hermano está en el lago, lleva toda la
tarde allí. Félix se quedará hasta tarde
en la empresa. Si no he regresado para las ocho, ocúpate de Luisito, que no se
quede en el agua hasta tan tarde, y que haga los deberes. Besos. Mamá”. Subí a
mi habitación, me quité la ropa y me puse un bañador y unas chanclas, bajé,
salí al jardín trasero y me encaminé hacia el lago. Aprovecharía para darme un
chapuzón y luego traerme a mi hermano de vuelta. Para acceder al lago tenía que
atravesar la verja entre los rosales que cubrían todo el cercado, luego bajar
cinco escalones de piedra y ya estabas casi cerca de la orilla. Los antiguos
propietarios de la casa habían recubierto el suelo que iba desde la escalera al
agua con arena, imitando una especie de senda, que evitaba ensuciarse los pies
con el lodo arcilloso que formaba el tímido oleaje. También habían construido
una caseta para resguardarse del sol. En ella había una pequeña mesa, unos
bancos, una nevera mediana y cacharros varios, como vasos, cubiertos y platos,
amontonados en una repisa, luego, al lado de la puerta, había una pala sobre
varios sacos de arena. La pala se utilizaba para esparcir ésta última cuando
había que rellenar los espacios que comenzaban a ralear. La caseta estaba
separada de la escalera de piedra unos cuantos metros hacia el lado derecho.
Desde la altura de los escalones tenías visión de gran parte del lago. No vi a
Luis, bajé, me acerqué a la orilla y miré a un lado y al otro…
Fíjese de nuevo en la cicatriz, está morada.
Ahora es un verdugón que descompone el rostro de Arturo. Observe que los
latidos son más fuertes y que ella pareciera querer escapar de ese rostro, hacerse independiente,
como una víbora dispuesta a inocular su veneno. Vea además que las lágrimas de
Arturo brotan en cascada, que la voz le tiembla, pero que, aun así, está
dispuesto a llegar al final y sigue hablando, sigue exorcizándose para usted,
porque ya no puede quedarse callado, no puede seguir aguantando este dolor.
… y seguía sin verle… Entonces sentí unos
gemidos que provenían de la caseta, me acerqué y abrí la puerta, y allí estaba
mi hermano con las manos atadas a la espalda haciéndole una felación a Félix,
mientras, el muy hijo de puta, le agarraba por el pelo con una mano y con la
otra sostenía un cúter amenazante sobre su rostro. Luis estaba blanco,
temblando, los ojos desorbitados, anegados en lágrimas. Puig se giró al sentir
mi grito a su espalda. Por unos segundos se quedó helado, una máscara de terror
se instaló en su cara, se subió de inmediato los pantalones y se abalanzó hacia
mí cúter en mano, el miedo y el horror por lo que acababa de presenciar me
habían dejado petrificado, entonces él me lanzó la cuchillada, alcanzándome en
la cara. No creo que quisiera herirme, sólo quería escapar allí, pretendía
apartarme de la puerta. Grité de dolor llevándome las manos a la cara, intentó
salir, pero no sé de dónde demonios saqué valor, eché mano de la pala y le
pegué en las costillas, haciéndole perder el equilibrio para luego caer al suelo, no sin antes llevarse
por delante la repisa con todos los cacharros. En ese momento, aprovechando su
caída, cogí a Luis del brazo y me lo llevé de allí todo lo rápido que pude, al
tiempo que gritaba pidiendo auxilio. Aún llevaba la pala en mi otra mano.
Subimos los escalones. Todo mi cuerpo estaba manchado por la sangre de mi
herida. Al cruzar la verja y pasar al jardín, Puig ya estaba tras nosotros,
empujé a Luis y le conminé a correr, a buscar ayuda, mientras yo me enfrentaba
a aquel hombre que me sobrepasaba en altura y peso, y aunque sabía que era
bastante torpe, no podía confiarme, la ira y el miedo que se reflejaban en su
rostro, al ser pillado in fraganti, le daban un aspecto temible. Avanzó hacia
mí e intentó decir algo, no le di tiempo a más, levanté la pala y le pegué en
la cabeza, no hizo el menor intento por defenderse, sabía que todo estaba
perdido. La pala dio de canto en su cráneo, sentí el hueso astillarse, cayó
hacia atrás, contra los rosales, y la sangre cubrió las rosas, las empapó.
Luego quiso incorporarse, pero su tentativa fue en vano, se desplomó hacia
delante, cayendo de bruces ante mis pies, su mano se agarró a mi tobillo, di
unos pasos hacia atrás, tiré de mi pierna con fuerza y logré zafarme de su
asquerosa garra, entonces comencé a pegarle en la cabeza una y otra vez… Aaaaaaaaahhhhhhhh…
Sí, Arturo grita, ahora, ahora mismo, aquí,
en el bar, y el grito sale de sus entrañas, y no importa el grito, es la
necesidad del grito, esa necesidad liberadora que te vacía, que ahuyenta el
horror, que espanta la rabia, la congoja, la pena. No, usted no intervenga,
déjelo liberarse, déjelo que vomite el pasado… no necesita consuelo, ahora sólo
necesita espacio, él solo se irá calmando. Ve ahora como llora
espasmódicamente, la cabeza sobre la mesa y los brazos sobre ésta, cubriéndose,
como si se protegiera del destino, como si no quisiera que se cuele por sus
ojos y anide en su interior la desesperanza. Dejémosle a solas, levántese
despacio y venga conmigo, no importa que los demás: Margarita, Elena, Roger,
estén observando atónitos la escena, porque a usted y a mí no nos ven.
Margarita se acerca ahora hacia él con un vaso de agua… Usted sígame,
sentémonos en esta otra mesa, yo terminaré de narrarle esta historia.
Cuando Amanda llegó, ya estaba allí la
policía. Al ser puesta al corriente de todo, su mente no pudo procesar toda
aquella información, sufrió un shock del que nunca más se ha recuperado. Estuvo
ingresada durante mucho tiempo hasta que Luis se pudo ocupar de ella y la trajo
a vivir de nuevo a la casa del lago. A pesar de ser el que estuvo sufriendo
abusos constantes durante esos meses de matrimonio de su madre, logró reponerse, bueno, si a querer seguir viviendo,
no por él, sino por ella, se le puede llamar reponerse y mostrar algo de
entereza. Estuvo en tratamiento psicológico durante dos años y aún va, cada
viernes, a terapia de grupo. Abomina del sexo. Y el día que muera su madre se
quitará la vida, entrará en las frías y congeladas aguas del lago, porque será
en invierno, y caminará hasta quedar cubierto por ese negro espejo, como hizo
aquella poetisa, Alfonsina, de la que oyó hablar en un documental de la tele en
una de sus múltiples noches de insomnio. Para ese entonces será un hombre de
cuarenta años que vive de la pensión que recibe su madre, enclaustrado en
aquella casa, de la que nunca más ha vuelto a pisar el jardín trasero ni el
lago. Bueno, el jardín ya no existe tal y como era, es una selva a pequeña
escala donde las alimañas, los insectos y las malas hierbas campan a sus
anchas.
Doña Berta y Soraya heredaron toda la
fortuna que estaba destinada a Félix. En el juicio contra Arturo, por
homicidio, se desvelaron todos los trapos sucios de la familia.
Don Gregorio Puig, legaba la empresa y demás propiedades a su hijo,
además de todo su dinero, pero éste sólo podría acceder a las cuentas bancarias
si se casaba, siempre y cuando lo hiciera antes de cumplir los cuarenta y cinco
años. A su mujer y a Soraya, de la cual había descubierto no era hija suya, sino
que era producto de la infidelidad de
Doña Berta con uno de sus socios, no les legaba nada, así rezaba en el
testamento. También salió a relucir que ambas, desde hacía muchísimo tiempo,
conocían las inclinaciones sexuales de
Félix, lo habían sorprendido abusando de un primo suyo en unas vacaciones en la
casa de la familia de Doña Berta en Málaga, de donde era originaria, pero todo
quedó en el más absoluto silencio, para no desatar un temido escándalo, eso sí,
con la familia malagueña jamás volvieron a hablarse. Ellas habían estado
amenazando a Félix con hacer pública su
“debilidad” si no las incluía en su testamento y las hacía partícipes de la
empresa. Todas estas informaciones las proporcionó el abogado defensor de
Arturo, el cual, a su vez, las había recopilado entre los vecinos de la
familia y los trabajadores de Encofrados
Puig. Pero el juez instructor del caso no les dio crédito, por tratarse de
habladurías o simples conjeturas, y, aunque eran ciertas todas y cada una de
ellas, no había manera de demostrarlas. Y ahí está ellas, Doña Berta y Soraya, pudriéndose en ese
dinero. Así es el mundo de hoy, la maldad nos lleva ventaja.
Y ahora quizás usted cree que acaba de ser
testigo, en primera persona, de un verdadero culebrón, de un simple y barato
melodrama lacrimógeno, digno de una sesión vespertina de telenovela, y así ha
sido, no se equivoca, porque la vida es un melodrama, la vida cotidiana, la que se
extiende ante usted desde el minuto primero en que cada mañana abre los ojos a
la realidad. Sí, créase esa trillada frase, porque por más trillada que pareciera ser, es
de una certeza incuestionable: “La realidad siempre supera a la ficción”.
Vivimos en un folletín que para unos es dramático y para otros es edulcorado, y luego
están los que lo convierten en una aventura de riesgo y los que lo viven como
una comedia. Los más afortunados lo probarán todo, harán de su vida una
amalgama folletinesca y al final podrán
decir que han tenido una vida plena, con todos sus llantos, todas sus risas, todos
sus amores, todos sus riesgos todas sus esperanzas. hemos de vivir este folletín, esta telenovela hasta la
última página, hasta el último capítulo, hasta la palabra FIN.
No, no, aún no hemos acabado, como todo
melodrama que se precie a éste, del que usted ha sido testigo, aún le queda
más, mucho más. Recuerde que hemos dejado incompletas las historias de Elena,
Roger y Margarita. Si usted quiere, tal
como lo ha hecho con Arturo, conocer los entresijos de estas historias,
siga aquí, a mi lado, yo le conduciré. ¿Se queda? ¿Sí? pues demos paso al
segundo acto. Pero antes, creo que usted merece saber una última cosa sobre esta
cicatriz tan intempestiva y que ardía ebria de venganza, la que contraria a la
determinación de Arturo de empezar de nuevo se empeñaba en recordarle su tránsito
por la estación de la violencia. Qué me diría usted si yo le dijera que por su
causa Arturo estuvo a punto de estropear su futuro varias veces más, porque
cuando se cruzaba en el pueblo con Doña Berta o con Soraya, la cicatriz hervía,
mostrando ese color morado que le incitaba a la venganza, a rajarles, de un solo tajo, el cuello. Pero
gracias a Dios que existía Anaïs ¿Recuerdan
a la bella Anaïs, la que le esperó y le acogió cuando salió de prisión?
¿Sí? Pues ella logró vencer a la cicatriz. Y ahora, para rematar, le voy a soltar otra píldora filosófica que bien pudiera haber salido de esa telenovela vespertina, de ese culebrón del
que ya hemos hablado: “El amor, el amor verdadero y desinteresado, cura todas
las heridas, cierra para siempre todas las cicatrices”.
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Nota: Iaio: forma sustantiva para designar abuelo en catalán.
Gertrudis, por Gertudis Gómez de Avellaneda (poetisa cubana 1814-1873)
Jacinto, por Jacinto Verdaguer (poeta catalán 1845-1902)
Ovidio y Horacio, por los poetas clásicos latinos.
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Nota: Iaio: forma sustantiva para designar abuelo en catalán.
Gertrudis, por Gertudis Gómez de Avellaneda (poetisa cubana 1814-1873)
Jacinto, por Jacinto Verdaguer (poeta catalán 1845-1902)
Ovidio y Horacio, por los poetas clásicos latinos.
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