Foto tomada por el autor en Playa Larga, Península de Zapata, Matanzas, Cuba. |
LA
TIERRA MÁS HERMOSA.
1
Perla tuvo un estremecimiento, podía sentir la
presencia de la Isla, ya estaba cerca, muy cerca, y aunque tras el óvalo de
cristal de la ventanilla sólo observara una aglomeración de nubes que, al
quedar la vista vagando entre las difusas formas de lo enormes cúmulos, tal
pareciera que la aeronave se mantuviera estática, flotando, o que alguna
extraña fuerza le impidiera continuar su vuelo de pájaro metálico, sabía que
bajo sus pies “el largo lagarto verde” asomaba su cuerpo terreno
y vegetal. De pronto comenzó a cantar en un levísimo susurro:
Perla marina, que en hondos mares,
vive
escondida entre corales…
Era la canción preferida de su abuela Matilde, Tataíta
Mati, como a ella gustaba llamarla. Fue una canción que marcó el destino
sentimental de la anciana. Por eso no era de extrañar que el nombre de Perla
Marina estuviera predestinado a bautizar a cualquier miembro de la familia que
naciese con una raja entre las piernas. Matilde era una mujer de ideas fijas, presta
a conseguir todo lo que se proponía, y la mayoría de las veces lo lograba. Era
hija de Yemayá y ella le abría todas las puertas, le concedía todos sus deseos.
Pero hubo un tiempo en el que su suerte cambió radicalmente, fue cuando lo
conoció a él, un blanco de habla extraña y ojos grises; un dios extranjero de
cabellos turbios llegado en un barco de nombre ininteligible, que le trastornó
su mundo y la llevó a deambular por la
locura de la noche, alejándola de su vida apacible, de su cuartito de solar y
de sus altares, para luego inocularle el virus de la maternidad y marcharse en
el mismo barco en el que había llegado ¿Qué otra cosa podía esperarse de un
marinero yanqui? Vuelta a la soledad de su cuartucho el tiempo transcurrió
pesado y lúgubre. Su barriga creció al compás de la batea con la misma furia
que se desgastaban sus manos entre el agua jabonosa y el Azul de Metileno. El día
que le conoció, ella bebía un trago de Bacardí con limón y hierbabuena en un
Bar del puerto, la música de Sindo Garay se escapaba sigilosa por los agujeros
de los altavoces de la radio, dejando caer, como una fina llovizna de nostalgia, la letra y la melodía de aquella
canción: “Perla Marina”.
¡Qué bonito
nombre para una criatura!, se dijo. Entonces, en aquel preciso instante, él se
le acercó, y en su jerigonza yanqui la invito a bailar. Ella no estaba para
machos, sólo le apetecía desconectar y beber tranquila después de un ajetreado
día limpiando la mierda ajena, pero él insistió poniendo cara de mártir, dejando caer las pestañas
sublimemente sobre el gris violáceo de sus ojos. Matilde sintió un cosquilleo
en Dios salve la parte y sintió algo en su interior que le hizo tilín tilín de la ciruela. Su vulva se
humedeció. Bueno, tampoco estaba tan mal el tipo, demasiado blanco para su
gusto, pero, en definitiva, sólo la había convidado a bailar. Ella accedió a la
súplica donjuanesca y, después de varios bailes y varias copas, el alcohol hizo
el resto. El americano era un fornicador de altura, Matilde se embolló con él
ajena a que su felicidad duraría tan sólo unos meses. Un día él se presentó con
una inmensa caja de regalo. Resultó ser un tocadiscos, dentro, presto a ser
escuchado, el acetato de Sindo Garay. La pista número cinco era Perla Marina. El
americano le hizo el amor con mucha dulzura y desapareció para siempre,
dejándole miles de espermatozoides en desenfrenada carrera para fecundar su
óvulo. Por eso cuando el milagro de la
vida comenzó a revolverse en su interior, a crecer, a expandirse hasta
convertir su silueta de diosa africana en una deforme apariencia de manatí,
rezó, hizo ofrendas a Yemayá y prometió
a San Lázaro vestir de saco en su gravidez para que su vientre diera a luz una
hembrita. Pero los santos hicieron oídos sordos a su petición, se habían vuelto
en su contra, como si la palabra misericordia no existiera en su lengua
ancestral. “Los santos no perdonan hija,
no perdonan quedar desatendidos, son
rencorosos”. Le decía su madrina Mamá Lunga, nieta de un negro carabalí que
había sido esclavo toda su vida. Estaba claro que sus divinidades no le
perdonaban los excesos de su reciente pasado ni el olvido al que habían sido
confinados durante todo ese tiempo. No hubo Perla, porque fue un robusto niño
el que salió disparado en tres dolorosos pujos de sus entrañas, pero entonces
hubo Sindo, como el autor de aquel bellísimo tema. El viejo anhelo de un día
poder nombrar así a una hija suya siguió
corroyéndole el alma durante veinte años en los que su vientre no volvió a
albergar la ilusión de un embarazo. Hasta que su hijo Sindo dejó preñada a
aquella rubita descoloría y canillúa, no tuvo la suerte de satisfacer el ansia de tener descendencia femenina y poder
encasquetarle el añorado nombre. De nuevo echó mano del santoral cristiano y de
los Orishas. Ésta vez la divina
providencia de los Santos (o el azar) permitió que la mal encabá de su futura
nuera pariera una niña. Matilde casi se muere de alegría. Hizo sacrificios de
animales, llenó los altares de frutas, bebidas y tabaco, agradeciendo a los
santos que hubieran escuchado sus plegarias. Convencer a su hijo para ponerle
el nombre a la niña le costó una botella de ron Caney. Con Araceli
Mendieta no tuvo ni que hablar, aquella
guajirita pata sucia, madre de su primera
nieta, era tan sosa y sumisa, que hacía todo lo que ella decidía.
A su abuela no sólo debía Perla el nombre, de ella
había heredado, además, los carnosos labios, las anchas caderas, los muslos
poderosos y el culo abundante, de lo que se alegraba la mulata Matilde, pues
siempre se le oía comentar de forma jocosa:
“Ay hija, menos mal que no sacaste el culo achatao de tu madre, que más que
culo parece que tuviera una tabla de
planchar”. O de lo contrario: “Perlita,
niña, empina ese culo que Dios te ha dado, hija, que tu lo tienes grande como
yo, y no como tu madre, que la espalda se le une con las nalgas”.
Celaje tierno
de allá de oriente,
tierna
violeta del mes de Abril…
Perla nació en un barrio de Siguaraya, pero a los dos
años sus padres y su abuela la trajeron a vivir a Naranjos, un pequeño pueblito de la provincia
de Almácigo. La cosa por Oriente estaba mala, había poco trabajo y decidieron
emigrar. Salustiano, el hermano menor de Matilde, hacía años que estaba por
aquellos lares. Había conseguido trabajo y tenía un pequeño sueldo con el que
se las iba arreglando. Trabajaba en una de las vaquerías cercanas y allí había conseguido un puesto para Sindo y otro para Araceli. Por aquel entonces
vivía solo y les acogió de buen grado en su casita de madera, llena de hendijas
y techo de zinc, lo que producía un agradable concierto acuífero cuando llovía.
Aún estaba soltero y rondaba ya los cuarenta, pero esa circunstancia
desaparecería en un par de años.
Los mejores recuerdos de la infancia de Perla están
allí, en aquella casa, permanecen pegados a las paredes, flotando en la humedad
de la tierra, tallados en los troncos de las palmas reales. Están allí, en
aquella casa endeble y calurosa parecida
a las que dibujan los niños con trazos inseguros. Puede reproducirla en
la memoria: toda encalada, el piso de tierra, las habitaciones divididas por
tabiques de cartón bagazo, los taburetes del comedor y la mesa rústica de madera cubierta por un trozo de formica de color
celeste. Las sillas metálicas, hechas de cabillas, los únicos muebles de la
sala; las grandes ventanas a cada lado de la puerta pintadas de carmelita; la
mata de campanas blancas y los rosales frente al portal; la fruta bomba y las
mariposas en el lateral que colindaba con el bohío de la vieja Esperanza. En el
patio: la mata de chirimoya, la de guanábana, los dos aguacateros y la frondosa
mata de mamoncillos, y luego, al final, junto a la letrina, tras la cerca de
piedra, las cuatro palmas reales y el coralillo enredándose entre las piedras, matizándolas
de fucsia o violeta, extendiéndose intrépido hacia las vías del ferrocarril,
justo donde el apeadero de la Karata. A pesar de que la pobreza se manifestaba
en cada rincón de aquella casa, tenía un encanto inexplicable. ¿Estaría aún en
pié? ¿Qué habría hecho Renier con ella? Nunca más había tenido noticias de su
primo. Todo había pasado muy de prisa y ella no había tenido el valor de dar la
cara.
A través de la ventanilla del avión ya se podían
vislumbrar los contornos de las costas de Verdolaga, de las costas de la Isla,
la otra perla, la Perla del Caribe. El corazón le palpitaba aceleradamente. Se
le hizo un nudo en la garganta.
Tú eres el ángel con quien yo sueño
extraño idilio de los poetas…
Dejó de susurrar. El avión
se disponía a tomar tierra.
2
El olor a hierba fue lo primero, el olor a hierba recién segada,
luego el azul, ese azul único e
indescriptible del cielo de la Isla. Miró como un ave de rapiña desde la altura
de la escalerilla. Oteó cada milímetro del horizonte inmediato y allí, perdidas
entre algunas edificaciones las vio, eran tres, sus cabelleras verdes se
entrecruzaban. Se dijo: palmas, Palmas
Reales. Tuvo una visión pictórica, como en un cuadro de Flora Fong: tres
esbeltas palmas abrazadas, sus penachos estratégicamente insinuando caricias
eróticas. Las tres gracias tropicales,
murmuró entre dientes. De nuevo su mirada volvió a rebuscar en la lejanía, esta
vez a la izquierda y luego a la derecha, y sí, allí habían más palmas, muchas
palmas. Éstas no eran las de sus sueños, torcidas, ajadas, perdidas en la
neblina plomiza del onirismo, éstas eran reales y también Reales, majestuosas,
estilizadas, verdes. No era una fantasía, estaba en la Isla, ya podía
creérselo. Recordó sus cuatro Palmas de la infancia, las del apeadero, donde
declamaba a Martí y a Guillén. Allí, bajo el arrullo de las pencas y sobre la
tierra salpicada de palmiche, nació su sueño de ser actriz.
Perla Marina sintió como ese olor a hierba se le
colaba sigiloso por cada oquedad de su cuerpo. Lo sintió en los huecos de la
nariz, por donde bajaba con cautela para refugiarse en sus pulmones y
refrescar, o más bien, eliminar, los humos purulentos de Barcelona. Lo sintió
meterse con alevosa coquetería en las entrañas de su sexo y palpitar como un latente
cosquilleo, un malicioso y suave torrente de olor a hierba que, en forma de
falo eólico, le penetraba tierno, vibrante, friccionándole la vagina. Una
sensación de placer la recorrió de un extremo a otro de su cuerpo, trayéndole a
la mente la imagen desnuda de Amaury adolescente con su piel cobriza resaltando
sobre el verde apagado de los naranjos. Podía visualizar aquel recuerdo como si
estuviese aconteciendo en ese mismo momento, aquel olor a hierba y a humedad le
ayudaba a ello. Él, Amaury, arrodillado, y ella a horcajadas sobre la hierba
del campo; los naranjos detrás, y, al final de las hileras de surcos, la
silueta descolorida de la escuela como una mancha en el telón rojizo de la
tarde. Ella le lamía el sexo de tal manera que parecía quisiera sacarle el
alma a través del pene. Mientras lamía y
lamía el olor a hierba recién cortada,
por los oxidados machetes de los alumnos, desprendiéndose de la tierra, le
cubría la piel como un erótico manto. Perla cerró los ojos para que cada
detalle de aquel recuerdo se quedara allí, atrapado en su mente y en su retina
y no se escapara de sus ojos hacia fuera, pero entonces algo extraño sucedió,
la figura de Amaury se fue transformando, el cuerpo de púber tomando otras
dimensiones, otras formas más adultas y, en una metamorfosis inexplicable, se
fue convirtiendo en el cuerpo robusto y musculado de Pau. El rostro aindiado
del primero desapareció y dejó paso al pálido rostro del segundo. Una pícara
sonrisa se abrió en sus labios opulentos, herencia de su abuela mulata, y su
lengua recorrió el labio superior de punta
a punta; ahora yacía en la cama atrapada entre los brazos de Pau,
mientras él, con suaves movimientos, la
penetraba. Separó ligeramente las piernas y un tibio río de placer se escapó
mojándole el blúmer. Abrió los ojos y respiró con fuerza, como queriéndose
llevar a los pulmones todo aquel olor.
Bajó despacio, temía caer rodando escalerilla abajo.
Con aquellas sandalias de tacón alto que llevaba, cualquier paso en falso la
hubiera hecho aterrizar forzosamente arrollando a todo aquel pasajero
interpuesto en su camino. Cuando puso el primer pie en tierra no pudo dejar de recordar la consabida
frase del Gran Almirante “Esta es la
tierra más hermosa que ojos humanos hayan visto”
Desde que había dejado la Isla ni un solo día había
dejado de pensar en ella, la añoraba, la tenía clavada en el alma como un puñal
que le iba rajando de cabeza a pies.
O. Moré
(hace mucho, mucho tiempo)
Perla Marina, cantada por unos jovencísimos Silvio Rodríguez y y Pablo Milanés
Muy muy bueno esta primera parte del primer capítulo de tu novela, Ovidio, lástima que no puedas terminarla por el momento, pero no la demores mucho. Yo creo que los cubanismos se entienden bastante bien (tampoco encontré muchos), y bueno, quizás sea que tengo un muy buen amigo cubano (poeta), aunque lleve unos años sin saber de él, y porque veo cine cubano, y porque la abuela de mi marido era cubana y hasta en casa él habla utilizando algunos, pero yo creo que sí se entienden bien.
ResponderEliminarMira qué cosas, siempre deseé viajar a Cuba, y conozco gran parte de Latinoamérica, pero Cuba ahí sigue, sólo en las fotos...Tampoco yo debo demorarme en pisar tan bella tierra, la que te inspira esta no menos bella novela.
Besos y quedo en espera de la segunda parte.
Gracias, Mayte, me alegra que te haya gustado. Y ya sabes, Perla espera por ti, sí, Perla Marina, la otra, la del Caribe. Te espera con los brazos abiertos, para con toda su calidez mostrarte esa idiosincrasia única de mi pueblo. Un beso enorme.
EliminarAl igual que Mayte, pienso que no sólo se entiende, sino que esas palabras cubanas es parte del encanto. Con ellas sitúas al lector perfectamente. Me ha gustado mucho, Ovidio. Un fuerte abrazo.
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