El agua cae con fuerza inusitada. Se han roto los velos del cielo, el cristal de esa inmensa pecera que alberga peces astros, cetáceos nebulosas, hipocampos satélites. Los trozos de cristal helado caen y se estrellan en el asfalto y luego fenecen nuevamente convertidos en agua. La pirámide se inunda. El viento arrastra el agua, la sujeta de la mano, la lleva a los interiores, la cuela por cada oquedad. El agua llena los depósitos, los derrama, lo anega todo. Las luces huyen, las sirenas cantan con aborrecible silbido. Caos llega y ejerce su reinado. Los esclavos hartos de tanta agua
se envuelven en la apatía (el agua les trae más trabajo). Los esclavos foráneos brindan sus manos y faenan.
Mientras, en la cima, Dios parece no enterarse. Dios padece de ignorancia. Dios sólo sabe que no sabe nada. Y cuando a sus reales oídos llega el leve murmullo del agua, Dios, es sordo.
El Faraón baja a la base de la pirámide, pero poco aporta. El Faraón, después del agua, desaparece hacia un destino desconocido. La pirámide sigue sumida en el caos, pero Dios y el Faraón desaparecen. El capataz se preocupa de salvar su Rojo Fuego mientras la pirámide, a sus espaldas, sucumbe bajo el agua.
¡Ah, malditos Dioses que escapan para no ser barridos por el agua!.
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viernes, 30 de julio de 2010
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Dios, eres un poeta!
ResponderEliminarque intensidad!