Perpetua /Roberto Ferri / Italia |
Después de los ciclones
que
dibujo después de los ciclones:
el agua
como un antílope eludiendo la garra
de un
tigre nocturno;
el
hibisco cabizbajo, eremita que olvida sus colores
en un
mustio abandono
y,
desangrado, se ofrece en sacrificio;
Aracne
tejiendo con hilo de acero
la red
que me atrapará pasada la estación de las lluvias;
y las
dicotomías de la casa mientras tú y yo,
funámbulos
de turno, caminamos por la cuerda floja.
Ya lo
sabes, después de lo ciclones
mi manos
grafican verdades y misterios
en
claros oscuros difuminados,
porque
las verdades son grises
y sus
alas de ceniza se desvanecen
al más
mínimo soplo.
No hay
blanco, no hay negro,
sólo
palabras amorfas e incoloras
que se
peinan en otro espejo,
como si
ellas mismas fueran
decapitados
sueños de la usura
que el
amor y el desamor le inocularon.
Sabrás
perdonarme estos arabescos
hilados en
mi piel, no tatuajes,
sino
besos lúbricos, lotos en el agua,
gaviotas
de vuelo rasante alejadas del mar
en
diáspora hacia la laguna
de este
pecho inconstante vertebrado de espinas
como un pez de mundos abisales.
Sabrás,
luego, enhebrarlos y ser tú
Aracne
cada día, cada hora, cada minuto,
para que
no se quede sin tejer esa red
que ha
de salvarme, para siempre,
de mi
próxima caída
después
de los ciclones.
Valle de los cocuyos.
Morí
aquella noche
y
no te lo dije, la sustancia del sueño
me
abandonó entre estertores y jadeos,
y
llegué a un valle tapizado de luciérnagas,
bueno,
de cocuyos, ya sabes,
y
todas las palmas habían desaparecido,
como
si la nada hubiera besado las paredes de la noche
y
hubiera plagiado sus negros velámenes
convertida en un prestidigitador antiguo.
Entonces
ella bajó, la mismísima nada,
y
me mostró mi tumba cavada en una roca,
y
pude descender, insomne, al abismo.
Y
sí, la muerte es muy hija de puta,
tan
hija de puta como la pintan.
Morí
aquella noche
y
no te lo dije, tampoco te diste cuenta,
tú
estabas cabalgando en otro sueño,
tan
lejano, tan equidistante,
que
apenas eras un tímido punto de luz
en
la inmensidad del cuarto.
Y
ahora, cuando las agujas del reloj
marcan
de nuevo el juego de los onirismos,
la
muerte vuelve y se pasea
en
batón y zapatillas por toda la casa
hasta
llegar a todos esos parajes inconexos
entre
tus sueños y los míos,
y
mi único miedo es que si te encuentra
decidas
irte con ella al valle de los cocuyos
Lectura de la Casa
Acabo
de leer sobre la casa,
en
su exégesis otros encontraron
el
dentro y el fuera, el dentro y el contra,
pero
yo ya lo sabía desde que la larva
del
insecto espurio que fui
se
convirtió en polilla de libros prohibidos.
Muchas
aguas se han vertido desde entonces,
y
la casa, humedecida y herida de salitre,
llora
con las diatribas, y sus redes desnudan
los
horizontes verticales,
porque
esa línea, esa costura,
es
inalcanzable a nuestras manos.
Mucha
tierra se ha removido desde entonces
en
busca de los tesoros ocultos,
o
quizás fuera de horizontes subterráneos…
Cómo
saberlo, yo opté por la verticalidad
y
el fuego no dejó ni rastro de mis alas.
Pero
la casa sigue habitada por ánimas
que
fecundan e, infelices, tras el muro,
se
sientan a esperar sin espera.
Muchos
aires han soplado desde entonces,
vientos
cálidos y fríos, y hasta tenebrosos ciclones;
aires
que trajeron y alejaron tormentas
que
lo anegaron todo para luego dejarnos la sequía
y devolvernos a la nada, a la inmóvil estación
en
que la casa se paró en el tiempo
y
se quedó, para siempre, gravitando
entre
edénicas promesas.
Otros,
los sabuesos, siguen queriendo
tapar
el sol con un dedo
a
pesar de que el sol de la casa
es
inconmensurable
y no cabe en las manos de Dios.
Fases geológicas
Cuando
fui arcilla transitaba otros territorios,
tenía
palabras que brindar
en
oraciones paridas por el árbol de mi infancia,
en
él las arañas tejían desprejuiciadamente,
entre el follaje,
telas
fragmentadas donde atrapar las ilusiones.
Entonces
yo dibujaba flores de otro mundo,
mujeres
de cuellos lánguidos como las de Modigliani,
y
alas rojas en las arterias de los corazones infartados
para
que pudieran escapar al cielo de los cuerpos
después
de la derrota.
Las
manos, mis vengadoras,
volvían
cada noche repletas de milagros,
de
allá, del país de lo imposible.
Cuando
fui roca el verde me atrapó en su color de olivo
y
volé, sobre mares de disímiles azules,
tras
el héroe que soñé cuando era arcilla.
Y
allí estuve, en la tierra del impala,
jugando
a ser el soldadito de plomo
añorando
a su bailarina inalcanzable.
Y
regresé guepardo con destellos en el pecho
y
con las mismas ansias de atrapar los sueños.
Pero
ya nada era igual, la pirámide,
pálida
y mórbida, me miraba con los ojos enormes
de
un pájaro de barro que sabía que nunca
echaría a volar,
porque
la estación de los milagros
se
desvanecía en la neblina de cada aurora.
Entonces
escondí todas las palabras
y
leí antiguos libros para descifrar
el
futuro en un tarot sin cartas.
No
pude.
Los
signos y los jeroglíficos
eran
demasiado complejos,
y
aún la piedra de Rosetta brillaba por su ausencia.
Amón
Ra había olvidado sus deberes,
la
pirámide se desmoronaba en erosión continua.
Volé
de nuevo sobre los mismo azules
con
la sospecha de morir de desarraigo,
pero
esta vez hacia las manos
y
el cuerpo de una zagala
que,
con el épico milagro, me salvó de mi intrépido
salto
al vacío.
Ahora,
que soy arena, recupero las palabras,
las
perdidas palabras fabulosas de antaño,
y
puedo desangrarme poco a poco,
letra
a letra, como un mártir
que
fue arcilla y que fue roca.
O. Moré
2016
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