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domingo, 30 de octubre de 2016

Icosaedro (1)

Perpetua /Roberto Ferri / Italia



Después de los ciclones



 Voy a contarte esas furtivas insolencias
que dibujo después de los ciclones:
el agua como un antílope eludiendo la garra
de un tigre nocturno;
el hibisco cabizbajo, eremita que olvida sus colores
en un mustio abandono
y, desangrado, se ofrece en sacrificio;
Aracne tejiendo con hilo de acero
la red que me atrapará pasada la estación de las lluvias;
y las dicotomías de la casa mientras tú y yo,
funámbulos de turno, caminamos por la cuerda floja.

Ya lo sabes, después de lo ciclones
mi manos  grafican verdades y misterios
en claros oscuros difuminados,
porque las verdades son grises
y sus alas de ceniza se desvanecen
al más mínimo soplo.
No hay blanco, no hay negro,
sólo palabras amorfas e incoloras
que se peinan en otro espejo,
como si ellas mismas fueran
decapitados sueños de la usura
que el amor y el desamor le inocularon.

Sabrás perdonarme estos arabescos
hilados en mi piel, no tatuajes,
sino besos lúbricos, lotos  en el agua,
gaviotas de vuelo rasante alejadas del mar
en diáspora hacia la laguna
de este pecho inconstante vertebrado de espinas
 como un pez de mundos abisales.

Sabrás, luego, enhebrarlos y ser tú
Aracne cada día, cada hora, cada minuto,
para que no se quede sin tejer esa red
que ha de salvarme, para siempre,
de mi próxima caída
después de los ciclones.



Valle de los cocuyos.



Morí aquella noche
y no te lo dije, la sustancia del sueño
me abandonó entre estertores y jadeos,
y llegué a un valle tapizado de luciérnagas,
bueno, de cocuyos, ya sabes,
y todas las palmas habían desaparecido,
como si la nada hubiera besado las paredes de la noche
y  hubiera plagiado sus negros velámenes
 convertida en un prestidigitador antiguo.
Entonces ella bajó, la mismísima nada,
y me mostró mi tumba cavada en una roca,
y pude descender, insomne, al abismo.
Y sí, la muerte es muy hija de puta,
tan hija de puta como la pintan.

Morí aquella noche
y no te lo dije, tampoco te diste cuenta,
tú estabas cabalgando en otro sueño,
tan lejano, tan equidistante,
que apenas eras un tímido punto de luz
en la inmensidad del cuarto.
Y ahora, cuando las agujas del reloj
marcan de nuevo el juego de los onirismos,
la muerte vuelve y se pasea
en batón y zapatillas por toda la casa
hasta llegar a todos esos parajes inconexos
entre tus sueños y los míos,
y mi único miedo es que si te encuentra
decidas irte con ella al valle de los cocuyos
para no regresar nunca. 


Lectura de la Casa



Acabo de leer sobre la casa,
en su exégesis otros encontraron
el dentro y el fuera, el dentro y el contra,
pero yo ya lo sabía desde que la larva
del insecto espurio que fui
se convirtió en polilla de libros prohibidos.

Muchas aguas se han vertido desde entonces,
y la casa, humedecida y herida de salitre,
llora con las diatribas, y sus redes desnudan
los horizontes verticales,
porque esa línea, esa costura,
es inalcanzable a nuestras manos.

Mucha tierra se ha removido desde entonces
en busca de los tesoros ocultos,
o quizás fuera de horizontes subterráneos…
Cómo saberlo, yo opté por la verticalidad
y el fuego no dejó ni rastro de mis alas.
Pero la casa sigue habitada por ánimas
que fecundan e, infelices, tras el muro,
se sientan a esperar sin espera.

Muchos aires han soplado desde entonces,
vientos cálidos y fríos, y hasta tenebrosos ciclones;
aires que trajeron y alejaron tormentas
que lo anegaron todo para luego dejarnos la sequía
 y devolvernos a la nada,  a la inmóvil estación
en que la casa se paró en el tiempo
y se quedó, para siempre, gravitando
entre edénicas promesas.

Otros, los sabuesos, siguen queriendo
tapar el sol con un dedo
a pesar de que el sol de la casa
es inconmensurable
 y no cabe en las manos de Dios.



Fases geológicas



Cuando fui arcilla transitaba otros territorios,
tenía palabras que brindar
en oraciones paridas por el árbol de mi infancia,
en él las arañas tejían desprejuiciadamente,
 entre el follaje,
telas fragmentadas donde atrapar las ilusiones.
Entonces yo dibujaba flores de otro mundo,
mujeres de cuellos lánguidos como las de Modigliani,
y alas rojas en las arterias de los corazones infartados
para que pudieran escapar al cielo de los cuerpos
después de la derrota.
Las manos, mis vengadoras,
volvían cada noche repletas de milagros,
de allá, del país de lo imposible.

Cuando fui roca el verde me atrapó en su color de olivo
y volé, sobre mares de disímiles azules,
tras el héroe que soñé cuando era arcilla.
Y allí estuve, en la tierra del impala,
jugando a ser el soldadito de plomo
añorando a su bailarina inalcanzable.
Y regresé guepardo con destellos en el pecho
y con las mismas ansias de atrapar los sueños.
Pero ya nada era igual, la pirámide,
pálida y mórbida, me miraba con los ojos enormes
de un pájaro de barro que sabía que  nunca echaría a volar,
porque la estación de los milagros
se desvanecía en la neblina de cada aurora.
Entonces escondí todas las palabras
y  leí antiguos libros para descifrar
el futuro en un tarot sin cartas.
No pude.
Los signos y los jeroglíficos
eran demasiado complejos,
y aún la piedra de Rosetta brillaba por su ausencia.
Amón Ra había olvidado sus deberes,
la pirámide se desmoronaba en erosión continua.

Volé de nuevo sobre los mismo azules
con la sospecha de morir de desarraigo,
pero esta vez hacia las manos
y el cuerpo de una zagala
que, con el épico milagro, me salvó de mi intrépido
salto al vacío.

Ahora, que soy arena, recupero las palabras,
las perdidas palabras fabulosas de antaño,
y  puedo desangrarme poco a poco,
letra a letra, como un mártir
que fue arcilla y que fue roca.

O. Moré
2016






Roberto Ferri
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