Ilustración: Lola Rodríguez / Barcelona |
Pájaro
de fuego
A Maliba, apenas logró pegar un ojo, el sueño
la atrapó de manera sádica, haciéndole revivir su vía
crucis, su infierno. Unos minutos después se despertó gritando y
sobresaltada. Como ya se había hecho habitual, esta iba a ser otra noche de crudo
insomnio. “Ni un soplito de aire, ni uno”,
dijo, y no supo por qué lo había dicho, porque hacía mucho tiempo que no le
importaba nada que tuviera que ver con la realidad circundante, con el mundo
exterior y, mucho menos, con el clima. Sí, hacía muchísimo que todo había
dejado de interesarle. Había perdido la esperanza de recuperar la
cordura y se había dado, ella misma, por
desahuciada, así que… ¿qué coño importaba si hacía calor y no corría el aire, o
si hacía frío; si era de noche o era de mañana?, no importaba un carajo. Se sentía débil, muy débil, cansada, harta. Se levantó y se miró al espejo, y vio una
mancha hedionda, pútrida, nauseabunda, y pensó que algo así no merecía existir. Aquel iba a ser su
último día en el mundo, acababa de decidirlo, no podía aguantar más. Hacía un mes que había salido de
la Casona y seguía tan esquelética como siempre; allí le obligaban a
alimentarse, pero en casa no tenía ánimos para cocinar ni comer. Bueno, tampoco
es que se le pudiera llamar casa a aquel cuartucho sin ventanas donde apenas
cabía el canapé donde intentaba dormir. Aquello, más que un cuartucho, era el tonel de
Diógenes. Un mes fuera, un mes, y seguía con la misma depresión. ¿Para qué
quería ella seguir viviendo, para qué, a ver? No le quedaba nadie. Sus padres hacía
mucho que habían muerto, y su hermano se había ido en aquella balsa endeble,
aborrecido de todo y de todos, y nunca más había sabido de él. Julito, su
novio, la había dejado… Pero cómo no la iba a dejar si, cuando él iba a
visitarla al hospital, ella se negaba a mirarle
a los ojos o a hablarle, y mucho menos le dejaba que tuviera ningún tipo de contacto
físico. Cuando él intentaba cogerle la mano ella comenzaba a gritar
completamente fuera de sí. Desde que lo
veía aparecer por la puerta se ponía a temblar como un ratoncillo indefenso
ante las garras de un gavilán. ¿Qué hombre la iba a desear comportándose ella
de esta manera? ¿Y a qué hombre iba a desear ella si no se deseaba ni a sí misma? A ninguno. Después de regresar de la guerra,
después de aquello, siguió sintiéndose sucia, tan sucia, tan terriblemente
sucia, que no quería acercarse a nadie ni que nadie se le acercara. Sólo había aceptado
la compañía, alguna que otra vez, de Eladio, porque siempre había tenido una buena
relación de amistad con él. No se habían conocido en la guerra, se habían
conocido desde pequeños, pero la guerra y las desgarraduras de la guerra los
habían juntado de nuevo en la Casona, esa Casona de la que ella había salido y
de la que hubiera preferido no haber salido nunca. Ella ya estaba allí cuando
él ingresó. A Eladio la guerra le había dejado sin mujer, y no había forma
de que pudiera superar aquella pérdida, estaba completamente desolado, y había estado,
además, a punto de perder la vida
sepultado por una montaña de escombros. Ella, Maliba, cooperante civil en
aquella época en que cumplió la misión, había caído en manos del enemigo, y había sido
violada cada día de los que duró su cautiverio. 46 días, 6 horas y 20 minutos,
para ser exactos, en los que dejó de ser humana para convertirse sólo en un
trozo de carne, o, mejor dicho, en una vagina y un montón de huesos que ni
sentían ni padecían. Cuando la rescataron estaba completamente ida, apenas
lograba articular palabra, sólo emitía ininteligibles balbuceos. La devolvieron
a la Isla y tuvieron que internarla en Masorra; un año después recalaría en la
Casona. Para ese entonces ya había desarrollado aquel delirio que la mantenía
viva: ella era la Doctora Maliba Requena, y estaba allí para ayudar a los demás.
Pero aquella fantasía le duró poco, quisieron curarla a toda costa, y, a veces,
hay males que no tienen cura, están tan arraigados, tan enquistados en cada
resquicio de tu interior, que sus abscesos, duros como piedras, crecen y crecen
y crecen; y pesan y pesan y pesan, hasta
que te van dejando inmóvil, sin ganas de nada, sin ganas de vivir, en una
quietud de estatua, en una inmovilidad perenne. Así se sentía ahora Maliba, así
se empezó a sentir después de las sesiones de choque, de los electroshocks, de
las terapias de grupo. Cuando dejó de ser, cuando la obligaron a dejar de ser la
Doctora Maliba, dejó de ser algo y se convirtió en nada, en vacío;
paradójicamente, en un vacío pesado, como de plomo, que la fue hundiendo en las
profundidades abisales, en la oscuridad. Hoy esa oscuridad sería perpetua.
Se levantó despacio, se
acercó a la mesilla donde tenía el reverbero, cogió la botella de alcohol y vertió sobre su cabeza y su torso todo el contenido, prendió una cerilla y se
inflamó. El dolor interno era tan fuerte, su mente estaba tan fuera de sí, tan
enajenada, que el fuego le pareció una tímida caricia sobre la piel. Allí se
quedó, estática, de pie, en combustión continua, como un pájaro de fuego, como
un Ave Fénix, pero como un Ave Fénix que nunca resurgiría de sus cenizas.
O. Moré
2016
De la Casona de Mambrú (Relatos de aprendizaje)