Ilustración de Lola Rodríguez / Barcelona |
Este relato no es más que un ejercicio de aprendizaje, no tiene otra pretensión. Pertenece a una serie a la que he llamado "La casona de Mambrú". De momento sólo he escrito tres.
Mambrú se fue a la guerra,
qué dolor, qué dolor, qué pena...
Corpus, corpus, corpus…
_Allí,
junto a Ramiro, estábamos todos: Jacinto, Curro, Eladio y yo. Como en el dominó
se nos había trancado el juego. Apenas cabíamos en el cubículo. Un tufillo acre
se levantaba desde la litera en que Ramiro agonizaba, sabíamos que no iba a
pasar de aquella noche, bueno… si es que era ya de noche, así lo suponía yo,
pues fuera hacía un buen rato que ya no se oían los disparos ni el zumbido de los
proyectiles de los morteros que, al caer, provocaban telúricas vibraciones y
removían la estructura bañándonos en polvo; tampoco se oía el sonido de
nuestras katiuskas. Nos esperaba otra
larga noche sin comida y sin agua. Lo de Ramiro era evidente, pero nosotros… ¿cuánto
íbamos a durar nosotros si el asedio continuaba? ¿Una noche más, tres días más?
¿Cuánto podía aguantar un ser humano sin comer ni beber? No lo sabía, pero a
esas alturas estaba convencido de que ya éramos hombres muertos, que éramos
carroña para los gusanos. Yo había perdido toda esperanza. Si el enemigo nos
encontraba, antes que lo hicieran los nuestros,
nos iba a meter una bala en el cogote a cada uno…, y chirrín chirrán, y
si los nuestros no nos encontraban pronto, y para eso era necesario que el
asedio acabara y de que alguien confiara
en que aún podíamos seguir vivos, entonces nos matarían la inanición y la sed.
El
edificio que nos servía de albergue se había desplomado sobre nosotros. Tres
plantas convertidas en escombros nos estaban sepultando. Inexplicablemente dos
vigas se habían cruzado sirviendo de contención a sendos trozos de pared, una a
cada lado, y habíamos quedado atrapados en el estómago de una especie de pequeña
pirámide. Eladio estaba ido, Araceli hacía ya más de dos semanas que había
muerto, o tres, no sé, era imposible saberlo porque habíamos perdido la noción
del tiempo. A Araceli los obuses la habían
sorprendido en la posta médica, ella era nuestra enfermera. La posta médica, una
habitación contigua al albergue, había sido el primer objetivo, quedó pulverizada,
la desaparecieron del mapa. Inmediatamente después nuestro albergue comenzó a
derrumbarse blanco de más cañonazos. No nos dio tiempo a reaccionar, no nos dio
tiempo a nada, apenas a protegernos, hechos un amasijo de cuerpos, bajo y tras
las literas, fue aquí donde una barra de metal de una ellas, al salirse del acople, le atravesó el
pecho a Ramiro. Pero…, volviendo a
Eladio, él y Araceli hacía sólo un mes que se habían casado, fue antes de que
nos destinaran allí, a la región de Huambo. Araceli era la negra más bonita que
yo había visto en años, y mira que había visto negras lindas; pero ella tenía
un no sé qué que nos volvía locos a todos. Eladio fue el que se llevó el gato
al agua, bueno, la gata, y mira que él no tenía na’, era un tipo esmirriado,
poco cosa, pero, eso sí, siempre estaba riéndose y con el chiste en la punta de
la lengua, además de que era muy cariñoso y se hacía entrañable. Esas fueron
las cosas que conquistaron a Araceli: el
buen humor y el gran corazón de Eladio Montesdeoca. Ya no quedaba, en Eladio,
ni sombra de aquella sonrisa, estaba en
estado catatónico, su cara era una máscara pétrea, cetrina, con los ojos velados, perdidos en Dios sabe
que parte. Jacinto, a su lado, no paraba
de susurrar algo, era una cantinela ininteligible, una especie de mantra que le
mantenía enajenado. Jacinto era el más joven de todos nosotros, sólo tenía
dieciséis años. En Naranjos le esperaba, inmaculada, su novia. Él estaba
enamorado de aquella chiquita como un verraco, estaba loco por casarse para
poder pisársela, porque Melisa, así se llamaba la jevita, sólo le dejaba
tocarle sus partes pudendas por encima del blúmer y más na’, ni siquiera meterle
un poquito el dedo, ella le decía que eso
ya lo harían cuando se casaran. Jacinto se masturbaba varias veces a la semana
a cuenta de una foto de Melisa, la misma que llevaba en las manos y a la que le
dedicaba aquella cansina letanía. Yo, cuando le miraba, veía a mi hijo Saúl, el que se me había ahogado
con catorce años en la laguna Los Bueyes; como él, Jacinto se iba a ir para el otro
mundo sin haber templado nunca, virgen.
Frente
a mí tenía la litera donde agonizaba Ramiro. Curro no se separaba de él, se
había quedado dormido sobre el pecho de su hermano taponándole la herida; ellos
eran gemelos. A pesar de que él no tenía
ni un rasguño, Curro se estaba muriendo a la par que Ramiro. Mi madre decía que
la gente también se moría de tristeza, que a eso le llamaban pasión de
ánimo. Curro se había alistado
voluntario para no dejar sólo a su “yunta”, así se decían el uno al otro. Ramiro
siempre había sido muy temerario y mujeriego, Curro no, era más prudente y era
bastante modoso. Yo nunca había visto gemelos tan idénticos físicamente a la
vez que tan distintos en carácter y temperamento. Ramiro era sanguíneo y Curro era
melancólico. La madre de Ellos, la negra Cachita, era amiga y vecina nuestra de
toda la vida; el padre de ellos, Ladislao, era un bala perdida, había abandonado
a Cachita cuando los gemelos eran todavía muy pequeños y nunca se ocupó de
ellos. Cachita los cuidó y educó bien, eran unos muchachos excelentes. Creo que
debían estar rondando los veintitantos años o algo así. No quería imaginarme lo que iba a sufrir esa negra cuando le
dijeran que sus hijos habían muerto en aquella guerra ajena, después de todos los
trabajos y los sacrificios que ella había hecho para sacarlos adelante. Si
alguien sabía de esto era yo, que había sido padre por partida triple y que había
perdido un hijo, y esto último es un dolor lacerante que no cesa nunca. Una
cosa así, no se la deseo ni a mi peor enemigo, es algo que te deja tan marcado
que puedes hasta perder la cordura, “arrebatarte” por completo. Yo creo que por
eso mismo, para olvidar esa amargura, para mitigar ese dolor, para suplir esa
carencia, me sentía y actuaba como el padre del grupo, y quizás, también,
porque yo era el mayor de todos, acaba
de cumplir cuarenta y seis años. Por otro lado era el de más alta graduación, el
único que era militar de carrera, el que
tenía las ideas más claras, el que más experiencia tenía en situaciones de
aquella envergadura, y, seguramente por eso, en aquellos momentos, era el único
que aún mantenía la cabeza en su sitio, aunque, de vez en cuando, caía rendido por el sopor, un sopor que me noqueaba
como un puñetazo en la mandíbula. Luego
despertaba y me quedaba como en duermevela, en un estado intermedio entre el
sueño y la vigilia, entre lo real y lo irreal, hasta que de nuevo caía
derrotado en las aguas turbias de la inconsciencia. Ya se lo he dicho, que habíamos
perdido la noción del tiempo y que, de
una manera o de otra, estábamos todos enajenados, así que eso del corpus,
corpus… que me preguntó usted ayer, y me ha vuelto a preguntar hoy al inicio de
esta sesión, no sé qué significa, bueno, saber lo sé, es cuerpo en latín, pero
el por qué lo decía, eso sí que no lo sé; tampoco puedo precisar el momento
exacto en que ocurrió, imagino que fue aquella noche cuando murió Ramiro, y, vuelvo a
decirle, si es que era de noche, porque…, ahora vuelvo a estar tan confundido
como entonces… Igual Ramiro no había muerto esa noche, o esa tarde o ese día, a
lo mejor ya estaba muerto y nos habíamos dado cuenta. Quiero convencerme que
todo lo que vi fue producto de mi imaginación, que todo aquello fue una visión
horrenda, una mala jugada de mi cerebro. Me vienen a la mente fragmentos
aislados que mi memoria, como si fuera una moviola defectuosa, no puede editar
del todo. Mire, lo primero que recuerdo fue ver, a través de una cortina
neblinosa, a Curro con el corazón de Ramiro en las manos alzándolo sobre su
cabeza, la suya, no la de su hermano, mientras mascullaba una oración en lengua
yoruba o algo parecido y luego decía eso de corpus, corpus, corpus, y recuerdo…
y esto sí lo tengo muy nítido, ver sobre
el abdomen desnudo de Ramiro una bayoneta ensangrentada. Luego debo haber caído
de nuevo en el sopor, porque lo siguiente que recuerdo es verlo con la boca manchada
de sangre, masticando, y luego con las manos vacías, y ver a Eladio mirándome
de hito en hito de manera irracional y buscando, en el agujero del pecho de
Ramiro, aquel corazón inexistente. Después no recuerdo nada más; ni siquiera
cómo nos rescataron, ni cuando nos trajeron de vuelta, ni cuando llegué aquí, a
la Casona.
_
Demetrio, la verdad es que nada de eso que me ha contado pasó exactamente así.
Es imposible que usted pudiera ver nada, ustedes estaban sepultados bajo una
montaña de escombros y estaban completamente a oscuras. Es posible que haya perdido
un poco la noción del tiempo producto del shock, pero sólo había transcurrido un
día desde que fueron atacados a que fueron rescatados por nuestras tropas.
_
Ve, ve lo que le decía…, entonces yo tenía razón, todo ha sido una mala jugada de
mi cabeza…
_
Sí, hasta cierto punto sí, su mente ha fabulado todo eso para protegerle, para
esconder lo que en realidad pasó, para camuflar la verdad.
_
¿Qué verdad?
_
Demetrio, fue usted quien mató a Ramiro.
_
No, no es cierto, no es cierto, miente, usted miente, doctor, usted miente…
_
No, Demetrio, no miento, y mientras antes acepte los hechos, antes podremos tratarle.
Todos aquí, en la Casona, queremos ayudarle. Yo le contaré lo sucedido, Demetrio.
_
Me molestan las amarras… quiero irme, sáqueme de aquí, doctor, sáqueme de aquí…
_
No le puedo soltar, Demetrio. Tranquilo, pronto acabaremos. Mire, la verdad es
que, aquel día del ataque, ustedes habían acabado de recibir el correo y usted
recibió una carta, esta carta que ahora le muestro, la ve, la encontramos en su bolsillo, esta carta se
la había enviado su mujer, pero no era
para usted, era para Ramiro, su mujer había trastocado los sobres, había metido
en el suyo la carta para él y en el de
él la carta para usted. Su mujer le engañaba hacía ya mucho tiempo, Demetrio,
le engañaba con Ramiro. Basta leer la carta para constatarlo.
_Noooo,
mentira, es usted un mentiroso…, un puto mentiroso… ¡Cállese!
_
Cálmese, Demetrio, no grite… Escúcheme, les entregaron el correo unos veinte
minutos antes de que comenzara el ataque, por lo que usted tuvo tiempo
suficiente de leer la carta. Me puedo imaginar cómo tuvo que haberse sentido,
puedo imaginar el dolor que le embargó al saberse traicionado, máxime cuando la
traición le venía de tan cerca, de su propio compañero, su vecino de siempre,
de un hombre más joven que usted, y de su mujer, su única novia, la madre de
sus hijos, la madre de su hijo muerto. Puedo imaginar todo lo que le pasó por
la cabeza; imaginar como la ira le fue emponzoñando hasta hacerle clamar
venganza.
Sí,
Demetrio, puedo imaginarlo, por eso, cuando el primer obús barrió la posta
médica matando a Araceli e inmediatamente después los cañonazos siguieron y se desmoronó
todo sobres sus cabezas, fue que usted, Demetrio, en ese momento de caos, apuñaló
a Ramiro en el corazón. Murió al instante. Sólo sus huellas aparecen en la
bayoneta, Demetrio, sólo sus huellas, porque sólo estaban usted y Ramiro.
Eladio, Jacinto y Curro, habían quedado atrapados al otro lado de la pared, en
el cubículo contiguo.
_
Nooooo…., mentira…, mentira…, corpus, corpus, corpus, corpus…
(De la "Casona de Mambrú" (relatos de aprendizaje))
O.
Moré
Joe, compa una lectura impresionante con un final acojante e inesperado.
ResponderEliminarEnhorabuena, hermano ��������
Mil gracias, compa, de verdad. Un abrazo enorme cargado de aché.
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