La soledad, lo dice el
dicho, es mala consejera.
Mi soledad era una paloma
torcaza
que no encontró su nido
y vino, como una niña triste,
a refugiar su gris en mi
hombro.
El mundo me parecía una
fresa
que cabía en mi mano
(pequeña y llena de puntos como estrellas).
Pero yo estaba solo y distante
y el mundo, muy a mi pesar,
era un gigante infinito.
Entonces pensé en el agua discursiva del poeta,
y la paloma torcaza me
aconsejó
seguir sus pasos:
La rara belleza de garza del
verso.
Y les vi, a ambos, bañándose
junto al paisaje.
El poeta sacó las serpientes de pasos breves,
de pasos
evaporados y, en un santiamén,
mi torcaza, mi soledad gris
y emplumada
fue engullida por la barroca
bestia de su lengua.
El poeta se
extendió como un gato.
Pude sentir su maullar
lisonjero.
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