Sólo en la noche
puedo ver las luces,
aquellas luces
apagadas en el alma,
encendidas en la
memoria.
De una cuchillada la
ciudad se abre,
su olor de bestia
taciturna
ocupa el espacio
ineludible
que va del mar a las
ortigas,
de las ortigas a la
herida de mi verso.
La noche cae en
pedazos a mis pies
con sus pétalos
etéreos, para confundirse
con las apagadas luces del alma.
Grito, la noche
atrapa mi voz,
como el ave rapaz a
su indefensa presa.
Sólo en la noche huyo
de mi cuerpo,
Del ademán de mis
manos,
vagando transparente
por la isla,
entre la maleza y sus
cocuyos.
Escapo hacia sus
grutas, hacia sus relieves
de carne vegetal y a
las cenizas de mi pueblo.
Huyo.
(Siempre a la isla en
su corpus perenne,
siempre a la
isla con sus pezuñas en el agua)
A mi regreso, sólo en
la noche, amo a la sirena,
mi sirena de cabellos
rizos y plateado cuerpo.
Sólo en la noche me
hundo en sus misterios,
En su pubis
hambriento, en sus ligeros pezones.
Luego llega mi barca
cotidiana
entre folios y números,
entre saludos matinales
y despedidas
vespertinas. Y yo allí, esperando
alevoso y sibarita,
ermitaño y prisionero,
listo a escapar una
vez más y comerme
la lejana isla de un
solo bocado.
Sólo en la noche,
solo.
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