Ilustración del autor |
¡Oh, Marcia, qué rostro perceptible el que te evoco!
Evoco tu lunar latente y
frágil.
Evoco cuando se perdió el
pájaro de la siesta
y dormitaba su pico en tu
oído,
suave y misterioso voló a tu
voz.
¡Con qué intimidad se
filtraba entre tus senos!
Entonces, desabrochaste los
ojos
y el pájaro desapareció,
y tu lengua, arpón húmedo,
clavaste en mi boca.
¿Por qué dejaste apagado el
cincel?
Ya no puedo modelarte un
busto de agua.
Los pequeños animalillos
escaparon sin beber en tus
poros.
Marcia, qué distancia puedo
yo vencer,
a qué nube aferrarme para
viajar a tu fruta,
con qué pirámide he de
vestirme…
No hay una sola oquedad en
que no te busque.
Evoco la irrealidad, le lentitud del gesto,
el martirio de de tu blusa
empapada,
los puñales de tu torso.
Evoco la noche del altar y
las vírgenes,
las díscolas vírgenes
que engendraron mi pecado.
Tú estabas con el cetro y la
corona,
Diosa desnuda de piel
iridiscente,
barro en mis manos, arcilla
tibia,
moldeable. Manzana en la
boca
de la sierpe.
¿Por qué esfumar el sueño
del fauno?
Qué lujuria te alejó al este
de mi lecho,
al borde del océano,
a la inmensidad de esta
tierra.
Gracias, Maga. Tus comentarios son el oxígeno puro que necesitaba este moribundo. Un abrazo caribeño cálido, muy cálido, que lleva implícito todo el sol de mi isla.
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