Todas las ilustraciones son de Keith Perelli (más de este artista clicando en su nombre) |
(Este relato ha estado en barbecho desde hace mucho tiempo. Ojalá pueda acabarlo algún día)
I
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Primero fue lo de la gorra, sí, y
al día siguiente Silvino nos dijo lo del brazo: lo habían encontrado en los
manglares carcomido por los cangrejos. En ese momento sentí como si me hubieran
dado con un bate en el pecho. Un dolor angustioso me atrapó de arriba abajo.
¿Sería aquel su brazo? Todo era posible. Rememoré la escena en el portal de su
casa dos noches atrás:
“Nunca quise ser parte de la élite ni del gobierno”, me dijo y
volvió a empinarse del pico de la botella de ron. “A ver, ¿qué pintaba yo allí…, entre tanto mayimbe?, nada, no pintaba
nada.” Al concluir la frase se quedó mirando al vacío, sus ojos pardos se
desdibujaron, el color se chorreó como en una acuarela y bajó por sus mejillas
curtidas por el sol de los cañaverales. Él no lo sabía, pero, aun así, con toda
esa tristeza y esa melancolía desfigurando su rostro, parecía un hombre fiero y
rudo. “Lo peor fue dejar allí a Mirna”,
dijo a media voz. Alzó la botella a la altura de sus ojos, comprobó lo que
quedaba de ron y se lo bebió al tun tun. Luego recostó el taburete a la pared y
se quedó dormido. Seguía pareciendo fiero y rudo.
Esta fue mi última conversación
con él, con Dámaso. A la mañana siguiente desapareció. No hubo búsqueda por
nuestra parte, quiero decir, por parte de los amigos, porque sabíamos…, bueno,
saber es una palabra demasiado rotunda…, imaginábamos hacia donde se había
marchado. No teníamos certeza de ello, pero Lena, Renata, Álvaro, Ramón y yo,
nos lo veníamos oliendo hacía algún tiempo, desde que rompió con todo el
oficialismo, volvió a los cañaverales y comenzó a recibir cartas de Elpidio.
Cartas en las que decía que él podía encargarse de todo si Dámaso aceptaba.
Su ruptura y su vuelta al pueblo no
nos sorprendieron, él no estaba hecho para ese mundo de guayaberas almidonadas
y safaris beige. Dámaso era de
pantalones caqui, pulóver desgastado, botas cañeras y su inseparable gorra de
béisbol. Se había hecho un hombre en el trabajo físico, en la rudeza del campo:
entre el machete y la guataca. Yo no me lo podía imaginar tras un buró. Y no es
que no tuviera cabeza para el papeleo, sí que la tenía; tampoco que no poseyera
aptitudes para el mando, al contrario, nunca conocí a alguien que tuviera esa
capacidad innata para el liderazgo como la tenía él, pero el burocratismo no
pegaba, como le solíamos decir, ni con cola ni con colina con su manera ser. No obstante, todos le seguíamos, no sólo por
tener ese gen de líder, sino porque trabajaba más que cualquiera. Predicaba con
el ejemplo. Trabajando apenas paraba unos minutos para descansar. Era
inagotable.
A su regreso siguió siendo el
mismo Dámaso, el guajiro, el machetero
millonario, el trabajador tenaz, el amigo, pero algo dentro le había estallado
en mil pedazos. Decía haber acabado asqueado y hasta la pinga de estar allí
arriba, que no podía aguantar más y que por eso se había largado, pero nunca
nos dio ningún otro detalle. Fuera lo que fuera que vio, vivió o conoció, y que
le hizo tomar esa decisión, se lo guardó para él. Lo entendíamos, tenía miedo. Saber
cosas de la élite acojona. Y he ahí que, machete en mano, sudaba la gota gorda
desde primera hora de la mañana hasta casi entrada la noche, dejándose la piel en
una especie de exorcismo, de purga. Sí, dejándose la piel, literalmente, pues
el sol le achicharraba el pellejo de la espalda hasta soltarlo a tiras, y las
afiladas hojas de las cañas le herían el torso y las manos, porque se obstinaba
en no usar camisas ni guantes. Era como si el haber estado allí arriba le hubiera
contaminado y no existiera otra forma de descontaminarse que haciendo el papel
de bestia sacrificada: flagelándose, castigándose en una penitencia infinita
donde el cañaveral desempeñaba el rol del
cilicio. Nunca nos pasó por la cabeza que lo hubieran “tronado”, como se
rumoreaba. Siempre creímos su versión, de que se había ido por su cuenta.
Ahora se había vuelto a marchar
(eso imaginábamos). Y esta nueva
ausencia no podía ser otra cosa que una huída, porque él sólo tenía dos opciones
para seguir encarando la situación,
sobre todo después de aquella visita sorpresa que tuvo de unos agentes de la
seguridad del estado y en la que, nos enteramos más tarde, había recibido
amenazas si se iba de la lengua. Sí, el sólo tenía dos opciones, él y
cualquiera que viviera en Naranjos; primera: el martirio constante, el silencio
y la obediencia de borrego; y la segunda: largarse lejos de todo y de todos, y,
para esto último, sólo conocíamos el exilio. Además, estaban Elpidio y sus
cartas, que Dámaso nos las leía muy bajito, a Lena y a mí, cada vez que recibía
alguna. Todas ellas venían por canales no oficiales, porque sabíamos que podían
ser abiertas y leídas. No, no era descabellado pensar así. Estábamos vigilados
siempre. George Orwell nunca imaginó que 1984, su controvertida novela, era
nuestro pueblo. Por lo tanto, las cartas eran entregadas en mano por alguien al
que se la había dado otro alguien que venía del más allá. Cuando le
preguntábamos a Dámaso si la idea de irse se le pasaba por la mente, a tenor de
lo que le escribía Elpidio, daba media vuelta y nos dejaba con la palabra en la
boca. Y esa misma actitud era la que nos hacía sospechar de que, en algún
momento, había contemplado tal posibilidad, de lo contrario un simple “NO”
hubiera bastado.
La investigación policial comenzó
dos días después. En el poblado costero de Uva Caleta habían denunciado el robo
de un bote de pesca. Un testigo aseguraba haber visto merodeando por allí a un
hombre que coincidía físicamente con la descripción de Dámaso, entonces comenzó
su búsqueda de manera oficial, la de las autoridades, porque nosotros, ya lo he
dicho, no hicimos absolutamente nada. Si nuestras sospechas eran ciertas lo mejor
era quedarnos quietecitos, no había necesidad alguna de levantar la liebre,
porque, de Dámaso haber huido, seguramente se pondría en contacto con alguno
del grupo en cuánto estuviera a salvo, y
aún era demasiado pronto. Todos los del grupo fuimos interrogados, yo el que
más, pues había sido el último que le había visto.
Mirna vino a verme esa misma tarde
que comenzó la investigación y la búsqueda. Estaba muy cambiada, envejecida,
diría yo, iba sumamente maquillada y vestía elegantemente. No sé cómo se había
enterado tan rápido, aunque lo podía imaginar. “Bejuco, dónde está Dámaso” _ me preguntó. “Y yo qué sé”, le dije. “Cómo
que no sabes, es tu mejor amigo.” “No,_ riposté_ tú eres su mejor amiga, todos
somos sus mejores amigos, Dámaso nunca ha hecho distinciones con ninguno del
grupo.” Se quedó callada, miró en derredor, como cerciorándose de que nadie
nos estuviera oyendo ni observando. “Estoy
embarazada, Bejuco.”_ me soltó a bocajarro mirándome a los ojos, y pude ver
como los suyos quedaban empañados por las lágrimas. “¿Dámaso lo sabe?,” le pregunté.
“No, no lo sabe…, no se lo pude decir, todo fue tan…” Dejó las palabras
inconclusas y rompió a llorar espasmódicamente. Me la llevé de allí. Sabía que
no era conveniente que la vieran en esas circunstancias. Me di cuenta que le
había hablado como si Dámaso no faltara desde hacía dos días, como si aún
estuviera entre nosotros, cuando en realidad yo lo imaginaba bastante lejos,
luchando contra los elementos, como Heyerdahl en la expedición de la Kon-Tiki.
Continúa aquí
O. Moré
2015
(todos los derechos reservados)
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