Miedos / Renato Ferrari / BRASIL |
Renato Ferrari / Río de Janeiro 1954 |
Ahora dejemos
que Margarita le responda, le cuente lo que pasó, y entonces usted descubrirá
cual es el motivo de su gran carencia.
_ Me quedé
embarazada, eso fue lo que pasó. Cuando se lo dije a Brunno fue como si le
hubiera dado una puñalada trapera, como si le estuviera arrebatando la vida. No quería ser padre, pero
yo sí quería ser madre, siempre lo quise, siempre lo anhelé. Él decía que un
hijo era una responsabilidad para la que no estaba preparado ni quería estarlo,
que un hijo acababa con la pareja y con la libertad de la misma, y con su propia
libertad, la de él. Lo había vivido y
aprendido de su padre. Cuando él cumplió seis años su madre y su padre
se separaron, y este último nunca más quiso saber de su existencia. Sólo
recordaba discusiones entre ellos por su causa, porque su padre quería seguir
haciendo la vida de siempre, sin preocupaciones, seguir viviendo la noche: de
fiesta en fiesta y de bar en bar, y tener sexo a cada hora, y aquel hijo solo había
venido a desmoronarle el idílico castillo de placer en el que habitaba. Sí,
Brunno, era como su padre, pensaba como su padre. Y nunca entenderé cómo podía pensar así un hijo al que
su padre había abandonado por la sola razón de existir, por ser dueño de un egoísmo
sin parangón. Tendría que haber sido todo lo contrario, tendría que haberlo
odiado y haber querido ser diferente, desear tener un hijo y para poder darle todo ese amor y
cuidado que su padre no le dio a él. ¿Por qué quería ser como su padre, por qué
le imitaba? No lo entendí ni lo entiendo ni lo entenderé jamás. Quizás haya
sido por algo parecido a eso que dicen, y
según cuentan está demostrado, que los niños maltratados se convierten luego en
maltratadores cuando son adultos, aunque este no sea el caso, pero si lo
analizamos bien, el abandono filial es tan cruel como el maltrato, aunque no sé si podría calificarse como tal, quiero
decir, como una especie también de maltrato psicológico o algo así. No me haga
caso, son tonterías que me vienen a la cabeza. Brunno me dijo aquel día: Un hijo es un
estorbo, algo a lo que te tienes que dedicar el resto de tu vida, algo que te
amarra y te corta las alas, te cercena la libertad, y yo quiero seguir libre,
como hasta ahora, ni siquiera tú me atas ni podrás atarme nunca porque estemos casados,
aunque lo ponga en un papel por escrito ¿me entiendes?, así que no te hagas
ilusiones, ya puedes ir pensando en cómo desprenderte de ese bulto. No lo
quiero ni lo querré nunca ¿te queda claro?
Había
tanto desdén y furia en sus palabras, tanto egoísmo que yo también me sentí apuñalada,
o más, como si me cortara la cabeza de un tajo. Yo no esperaba aquella reacción
tan desmesurada, es cierto que en una ocasión me había comentado que no quería
ser padre, pero siempre pensé que si un día la posibilidad se hacía certeza cambiaría
de parecer. Pero estaba claro que me equivocaba de medio a medio. Siempre tomábamos
precauciones al hacer el amor, pero aquella noche de San Juan no. Fue en el lago,
después de la hoguera y los bailes y muchas botellas de ron y cachaza que circulaban
de mano en mano, nos atrapó la embriaguez, ya no solo la del alcohol sino también la del deseo, y acabamos desfogándonos en la tierra, tras unas rocas que nos
ocultaban de las miradas indiscretas. Desnudos completamente, sin telas ni
gomas ajenas a la piel, hicimos el amor con
ansias devoradoras. A pesar de que estaba bajo los efectos de la bebida
lo supe, lo sentí, no sé decirle cómo ni por qué, pero lo supe, supe que en ese
momento me estaba embarazando. Al siguiente mes no me vino la regla, pero aun
así, esperé otro mes más, para cerciorarme de si lo estaba o no. Tampoco entonces tuve la
menstruación. Compré un predictor, me hice la prueba y dio positivo. A pesar de
que ya estaba plenamente convencida y que no necesitaba de este test de embarazo,
al ver el cambio de coloración mi corazón dio un vuelco enorme. Creí moría de
felicidad allí mismo. El corazón me latía tan aceleradamente que sentí que salía
al exterior y quería volar, y que pude atraparlo
con mis manos antes de que expandiera sus alas y se escapara por la ventana
gritando la noticia a todo el pueblo. Me duché, me perfumé y me vestí con mi
mejor atuendo: un vestido de fiesta que Brunno me había regalado por mi cumpleaños hacía un tiempo. Estaba deseosa de contárselo, deseosa de que llegara y decírselo mientras
me abrazaba y me besaba, porque tenía la esperanza de que lo aceptaría, de que
lo que me había dicho aquella vez, de no querer tener hijos, era un capricho
juvenil, cosas que se dicen sin pensar, que llegado el momento se alegraría y
lo aceptaría. Pero tal como le he contado antes, se puso hecho un basilisco. Después de
decirme todo aquello y de contarme lo de su padre, yo me negué a lo que me
proponía, le dije que yo quería ser madre, que siempre lo había anhelado, que
no me ahogara ese sueño, que ya vería que cuando el niño naciera él le iba a
querer. Se volvió aún más iracundo y me dio una bofetada, "harás lo que yo te
diga y se acabó, no hay más que hablar, y no se te ocurra mencionar más el tema",
me gritó a la cara, mientras me sujetaba fuertemente de las muñecas. "Hoy mismo
resuelvo esto", concluyó. No lo había visto así nunca, fue un cambio brutal, de
hombre a bestia, como si su Míster Hyde hubiera aflorado de repente y se
hubiera adueñado de él. Yo estaba aterrada, porque tampoco, en todo el tiempo
que llevábamos juntos me había levantado la mano, a no ser que fuera para
acariciarme. Salió y me encerró con llave. Allí me quedé, envuelta en mi dolor
y consumiéndome en llanto. Al cabo de media hora regresó, traía a su madre
consigo. La señora Johana nunca me había querido bien, para ella yo sólo era la
furcia que le había arrebatado a su hijo, que le había quitado lo único que tenía
en el mundo, su único amor, a pesar de que ella se había vuelto a casar con el
señor Vicenç, que fue quien les trajo de Brasil, pero no creo que le haya
querido ni le haya amado nunca, si lo aceptó fue para salir de allí y olvidar a
Rui, el padre de Brunno. Cuando contrajo
matrimonio con el bueno de Vicenç, Brunno
tenía diez años, ella treinta y dos. Unos meses después de la boda se vinieron
a vivir aquí, a este pueblo.
Brunno, apenas
entró por la puerta, me dijo: "Mi madre se ocupará de todo, así que quédate
tranquilita". La señora Johana me miró con aversión, y en su mirada también había
mucho de sarcástico. La sonrisita ofídica que dibujó con sus gruesos labios lo decía
todo. Brunno le había servido en bandeja su venganza: si yo le había arrancado
a su hijo de su lado ahora sería ella la que me arrancaría el mío de mis
entrañas.
Continuará...
Compasión / Renato Ferrari/ BRASIL |
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