Ilustración: Glenn Arthur / California / USA |
Glenn Arthur |
... pero entonces conocí a Brunno, y ahí
comenzó mi segundo calvario.
Al decir
esto, Margarita vuelve a dirigir la mirada hacia el exterior. Su vista atraviesa los ventanales del bar e intenta ver más allá de las
cristaleras de la lavandería, pero sólo observa una difuminada silueta con forma
femenina que se mueve tras ellas, probablemente Anaïs o la madre de ésta.
Brunno estará en la parte de atrás, ocupándose de la plancha o del almacén. Lo
conoció en la calle, bajo la mismísima Torre Eiffel, allí bailaba capoeira con
sus compañeros de grupo, y ella ya no pudo apartar su mirada de aquel cuerpo
juvenil y fibroso, de la piel morena y del ensortijado cabello, de la exótica
danza: mezcla de acrobacia y artes marciales, al menos, así le pareció. Al
finalizar la actuación el círculo de espectadores se fue dispersando, Brunno,
con un sombrero de paja en la mano, iba detrás de ellos pidiendo una
contribución. Margarita le seguía con la vista en todo su
deambular detrás de unos y de otros. Ella se había quedado en el sitio,
estática, embelesada. Él, después de haber logrado alguna que otra
gratificación, volvía hacia donde sus compañeros, que ya recogían el equipo de
música y se cubrían el torso con unas camisetas amarillas en las que se leía
el nombre de la agrupación en color verde:
Cangaçeiros, y fue entonces que la vio
allí, mirándole, como hipnotizada. Se aproximó hasta ella con sus pasos de
“baile”, en cuatro piruetas ya estaba frente a Margarita, que se quedó con los
ojos desmesuradamente abiertos al ver que el chico se le plantaba delante. Él
la saludó en francés y le acercó el sombrero
a la altura de sus senos. Ella, nerviosa, echó mano de la cartera, sacó
veinte euros y los depositó allí, junto a unas cuantas monedas que danzaban y
tintineaban en el fondo. En todo momento no dejó de mirar a los ojos del joven.
Él, en cambio, dirigía la mirada del billete a los ojos de ella y viceversa. Nadie nunca les había dado tanto dinero. Sacó a relucir su sonrisa más
seductora y le agradeció en francés. Ella, aún turbada, le dijo: Perdóname,
pero no hablo tu idioma. Él soltó una carcajada. Ella se quedó atónita, no
entendía lo que acababa de pasar, dónde estaba la gracia, qué había dicho para
que este muchacho se riera en sus
narices. Brunno le dijo: No, no te
ofendas… no pongas esa cara, lo tenía que haber supuesto por tu fisionomía, que
eras latina y que, seguramente, hablabas español, pero en esta ciudad, qué digo
ciudad, en este mundo de hoy tan cosmopolita, nunca se sabe. Me llamo Brunno… y
nada, que… muchas gracias… ¿mmmm?, agrega él, a la vez que adelanta la mandíbula de manera interrogativa, esperando a que ella le facilite su
nombre. Margarita, le dijo, perfilando una sonrisa. ¿Haces algo ahora,
Margarita? Preguntó Brunno. No, contestó ella. Nosotros vamos a comer por ahí, te
apetece acompañarnos…, le propuso él. Ella, sin pensárselo, aceptó. Se fueron a comer
cerca de las Tullerías, luego a pasear por los Campos Elíseos, subieron a tomar
un café en Montmartre y se quedaron
luego, a cenar, en una pintoresca taberna que parecía sacada de una novela de
Alejandro Dumas, el padre. La pensión de Margarita estaba muy cerca, en el
propio barrio de Montmartre, el barrio bohemio por excelencia, y allí, en su
habitación, desde cuya ventana se veían las cúpulas de la blanca Basílica del
Sagrado Corazón, Margarita Pérez Hinojosa, perdió la virginidad entre los
brazos y bajo el cuerpo exótico y cimbrado de Brunno. Él también había sucumbido
a la belleza de la muchacha, a su inocencia, a sus delicados rasgos aborígenes,
a su hermoso cuerpo de extrema feminidad, donde los genes europeos de la
familia de su madre y los indígenas de la de su padre, la habían creado a ella,
como si fueran pequeños dioses, logrando una combinación perfecta.
_ Me vine
con Brunno, para acá, para España. Estaba totalmente enamorada. Era la primera
vez que lo estaba de verdad, quiero decir… enamorada en serio, porque los enamoramientos
que tuve en el colegio y en el instituto no cuentan, no eran más que
chiquilladas. Él también me quería, bueno, eso quiero seguir pensando, a pesar
de todo lo que…_ se interrumpe y vuelve a inspeccionar más allá de los cristales,
pero no haya lo que busca. Deja la frase inacabada y continúa _ Ahora le odio.
No le digo que le quisiera ver muerto, pero creo que si se muriera, poco me
importaría, bueno, no sé, tendría que llegar ese día para ver lo que haría en
realidad._ Margarita sabe que miente, ella cree que le odia, pero le sigue
queriendo ¿paradójico verdad? es exactamente igual que con su madre, la pauta
se repite, son los mismos vericuetos de los torcidos renglones de Dios. Una
prueba de que sigue amándole, a pesar de todo, es
que no ha habido más hombres en su vida, y pretendientes no le han faltado, es
evidente, usted la tiene delante, no hay hombre que no quede prendado ante una
mujer de este calibre. Otra prueba es que guarda con celo todas las fotos en las
que ellos aparecen juntos, y muchas noches, muchísimas, cuando esa Fiera
Corrupia, llamada soledad, la desgarra, la asesina y la desangra entre las
cuatro paredes de su habitación, echa mano de las fotos y rememora, y muchas
veces, muchísimas, se masturba. _Me casé con él ¿sabe?, era la única manera de
poder quedarme aquí y arreglar mis papeles. Aunque yo le quería de verdad, ya
se lo he dicho, no necesitaba ningún papelito firmado, pero dada mi situación
irregular era la mejor solución. Estuvimos bien una temporada, muy bien, diría
yo, vivíamos ahí, enfrente, en ese edificio de la lavandería. Él trabaja en
ella. Ya trabajaba cuando nos conocimos, lo del grupito de capoeira era una
afición, que ya ha dejado. Cuando le conocí en París estaban de gira
contratados por la Unesco, luego se habían quedado unos días más para ganarse
un dinerillo extra haciendo actuaciones callejeras. No, ya no practica la
capoeira, tampoco se ha vuelto a casar… bueno, a juntar con otra mujer, casarse
no puede, pues aún lo está conmigo, nunca me ha pedido el divorcio ni yo
tampoco a él, en mi caso porque no quiero darle ese gusto de verle liberado,
aunque él es libre de hacer lo que le venga en gana, de hecho… lo hace, y
mujercitas… no le faltan, no es que yo esté pendiente de su vida… pero de esas
cosas se entera una sin quererlo.
_ No
pretendo incomodarla…, pero… ya que me cuenta todas estas cosas… ¿qué
pasó, por qué se separaron?_ pregunta usted intentando no parecer demasiado impaciente ni entrometido, aunque sabe que no lo es. Ha sido
ella la que ha comenzado esta especie de confesión, porque este bar es su
confesionario diario, y usted el cura de turno. Recuerde lo que sabemos de
Margarita hasta este momento, lo que hemos descubierto y lo que hemos hablado. Por
alguna extraña razón que ni yo mismo sé, y eso que en esta historia los sé todo,
podemos determinar a ciencia cierta por qué Margarita actúa y piensa así, quizás
el viejo Freud nos echaría una mano si pudiera estar aquí para respondernos. Sr.
Freud, le preguntaría yo, por qué esta hermosa muchacha cree que mientras más
cuente su historia es como si se la sacara de dentro, como si se desprendiera
de ella y se quedara vacía, aunque sabe que es sólo por unos instantes, porque
al poco tiempo todos esos recuerdos vuelverán a invadirla. Eso le preguntaría yo
al viejo Sigmund, pero como no está ni estará para contestarnos, a usted y a mí
sólo nos queda hacer conjeturas. Y qué he conjeturado, pues lo que dije al
principio de esta historia. Creo que esta incontinencia verbal de Margarita,
esa necesidad de vomitar su pasado se debe a su gran carencia y a la soledad,
ni siquiera al rencor que cree que siente por su madre o por Brunno, porque
sabemos que inconcientemente les sigue queriendo a ambos, porque hay como una
especie de vínculo emocional entre ella y ellos dos (su madre y Brunno), muy parecido al que establecen
las víctimas de secuestro con sus captores, el llamado Síndrome de Estocolmo. Tiene
que recordarlo, se lo acoté en un momento determinado: “Margarita tiene una gran
carencia”, y esa gran carencia deriva en su soledad. Se percataron cómo
utilizaba los diminutivos mientras contaba la historia de las Misses dónde su
madre era una de las protagonistas, pero, sin embargo, cuando ha contado la
suya con Brunno, esos diminutivos han escaseado, a
pesar de que la carencia a la que nos referimos y que le hace emplear estos términos
(carencia que usted no conoce todavía), que es la que dio pie a la separación
por la que usted ha indagado, es culpa de Brunno. Y aquí nuevamente estamos
delante de una paradoja que sólo Freud o sus homólogos modernos serían capaces
de descifrar. Pero volvamos con la conjetura que yo he hecho y que le explicaba
unos renglones más arriba: Margarita se siente sola y perdida, está en un país
que no es el suyo con gente que no es su gente y no acaba de adaptarse ni de
encontrar su lugar. No tiene amigos ni familiares con los que compartir sus
penas. Llora día sí y día también entre esas cuatro paredes de su habitación.
Margarita, esa alma cándida, se deshoja cada noche y cada mañana vuelve a
recomponer sus pétalos bajo capas de maquillaje, peinados arquitectónicos y
ropa ajustada y sexy. Margarita sólo tiene un aliciente, el trabajo, y en él,
le tiene a usted y a Álvaro y a Elena y aquel camionero que iba para Tarragona y
a aquella turista francesa que estaba de paso. Cada cliente de este bar es un
recipiente en el que Margarita arroja los deshechos de su existencia, y cuando
lo hace se siente reconfortada, porque usted y el resto le escuchan y le dan ánimos
y se llevan esos deshechos más allá de las cristaleras del bar y los esparcen
para que el viento se los lleve. Y esta es una manera de sentirse acompañada,
de pensar que usted o cualquiera de los otros son esa familia que no tiene y
que ella necesita. Esta es la conclusión a la que he llegado, pero es
conjetural, ya lo sabe usted, lo que no sabemos es si Sigmund Freud hubiera
estado de acuerdo conmigo. Ahora dejemos
que Margarita le responda, le cuente lo que pasó, y entonces usted descubrirá cual
es el motivo de su gran carencia.
Continuará...
No hay comentarios:
Publicar un comentario