Ilustración de Kamea Hadar / Hawai |
Acto I
ARTURO
TRISTÁN
(monólogo)
Me llamo Arturo Tristán, vivo justo
en frente, en ese edificio color terracota con la lavandería en los bajos. Cada
día vengo a desayunar aquí, ocupo esta mesa, siempre la misma, me gusta la
vista que se aprecia del lago a través de esta ventana, leo el periódico y
repaso las ofertas de empleo… Sí, estoy buscando trabajo, hace unas semanas que
he salido de la prisión y no quiero convertirme en un paria. Después hago el crucigrama a la par que bebo
un café con leche bien cargado. A los crucigramas me aficioné en la
cárcel, cinco años dan para mucho, tanto, que aproveché el tiempo para
curtirme, o cultivarme, como quiera usted llamarlo: retomé el gusto por la lectura
que tenía de niño, y hasta me puse a escribir poemas, en ellos he vaciado toda
la amargura que me carcomía, han sido como un bálsamo, un ungüento reparador de
mis viejas heridas…
Hablando de heridas, se pregunta usted por esta herida de la cara,
quiere saber lo que pasó, el motivo por el que fui a la cárcel. Maté a un
hombre… y lo volvería a hacer… no, no soy ni me considero un asesino, fue en
defensa propia… qué quién era, era mi padrastro. Le partí el cráneo con una
pala. No, claro que no, no estoy orgulloso de ello, pero era él o yo, él o mi
hermano, él o mi madre. ¿Por qué, se pregunta? Será mejor que le cuente
todo desde el principio.
Mi madre se volvió a casar siete
años después de morir mi padre. Mi padre murió de cáncer, sufrió mucho, el
pobrecito, y mi madre tanto o más que él. Lo atendió con mimo hasta el último
aliento y, después de que lo inevitable se hiciera certeza, se quedó vagando
por una angustia corrosiva que, no obstante, no le impidió seguir con los
quehaceres de la casa y el cuidado de mi hermano Luis y de mí. Pasado un
tiempo, dos años, para ser exactos, el poco dinero que nos había quedado de los
ahorros de mi padre se fue agotando y mi madre comenzó a buscar trabajo. Lo encontró
en una fábrica, pero cada vez se le hacía más difícil combinarlo con nosotros y
con el día a día de la casa, entonces resolvió venderla y mudarnos a una más
pequeña, y si era en otro sitio, desde el cual empezar de nuevo, mejor, y así
sólo dedicar su tiempo a nuestro cuidado. La casa, única herencia que recibió
mi madre de mis abuelos, valía un dineral, pero, aún así, mi madre la vendió
por debajo de su valor, con tal de no dilatar más aquella situación. De todos
modos, con la venta, sacó el dinero suficiente para pagar un sitio pequeño y
barato, y con el monto restante poder sobrevivir algunos años, hasta que
nosotros pudiéramos valernos por sí solos y diéramos muestras de ser
responsables, según sus propias palabras. Estas características se daban mejor
fuera de la ciudad, por eso nos vinimos aquí, a este pueblo. Cuando nos mudamos
yo tenía doce años y Luis ocho. Mi madre acababa de cumplir cuarenta, seguía
siendo una mujer extremadamente atractiva. Aún mantenía el luto por mi padre,
lo que le hacía llevar prendas de ropa de colores oscuros, de cortes demasiado
formales y mojigatos, que no le favorecían para nada, y creo que esa manera de
vestir y su semblante siempre adusto, eran los factores que provocaban que los
hombres no hicieran cola a nuestra
puerta, teniendo en cuenta la cantidad de solterones que había en este pueblo,
impacientes por buscarse una esposa que los atendiera en su vejez, un poco
hartos ya de la disoluta vida de prostíbulos y bares. Y eso me hacía pensar que
mi madre era un delicioso y apetecible bocado para tanto maduro hambriento, que
supongo que alguno todavía quedará por ahí. Pero, lo que le decía, ella se
empeñaba en parecer una monja de clausura, y eso, lo crea usted o no,
ahuyentaba al acechante macho en celo.
La casita que compró mi madre no
está lejos de este lugar, aún vive allí con mi hermano. Es acogedora y cálida y
tiene un bonito patio trasero que da al lago. En ese patio ocurrió todo, allí
le maté, allí las blancas rosas del jardín quedaron manchadas de sangre para siempre.
Pero antes, he de contarle como mi madre conoció a Félix Puig, mi padrastro, el
motivo de mi desgracia y la de todos nosotros.
Cuando cumplí los dieciséis años y
Luis llegó a los doce, mi madre creyó
oportuno que yo era ya lo suficientemente maduro y responsable para cuidar de
mi hermano y que ella podría buscar de nuevo un trabajo, dejar el luto por mi
padre (ya habían pasado seis años de su muerte y cuatro desde que nos habíamos
mudado) y volver a vivir con cierta normalidad.
Mi madre, aunque nunca había
ejercido, era contable, y cuando de nuevo se dio a la tarea de encontrar
empleo, se topó, en el periódico, con un anuncio de una empresa local que
solicitaba personal cualificado para un puesto de esta categoría. La empresa
que ofertaba la plaza era Encofrados Puig, que está a la salida del pueblo, al
otro lado del lago y, como ya usted puede adivinar, era de mi padrastro.
Así comenzó todo, Encofrados Puig
contrató a mi madre a pesar de su falta
de experiencia, y, a decir verdad, nos extrañó, ya que se habían presentado
otros candidatos para esta vacante. Luego supimos el por qué, pero todavía no
es el momento de que se lo cuente. Lo que sí le puedo desvelar es que en ello
estuvieron implicadas la hermana de Puig, Soraya, y la madre de ambos, Doña
Berta. La hermana hacía las veces de secretaria de Félix, además de llevar toda
la gestión de los pedidos y la atención al cliente, y la madre estaba cada dos
por tres en la empresa, metiendo las
narices en todo, husmeando, decía que se aburría sola en casa y que se iba allí
a pasar el rato. Fueron ellas las que hicieron las entrevistas, Puig, sólo era
una figura decorativa en aquel despacho, según contaba mi madre. Hubo un
detalle que a ella le resultó llamativo al principio, pero al que luego no le dio
ninguna importancia, y era el hecho de que a los candidatos masculinos apenas
les entrevistaban, les hacían pasar a aquella pequeña oficina y en menos de
cinco minutos ya estaban fuera, sin embargo, con las candidatas femeninas, la
cosa era totalmente distinta, se tomaban todo el tiempo del mundo. Cuando le
llegó el turno a mi madre, Soraya y Doña Berta, aparte de las preguntas de
rigor, le acribillaron con otras de índole diversa, ajenas a la razón por la
que se encontraba allí. Mi madre jamás había estado en una entrevista de
trabajo y creyó que era lo habitual en estos casos, que al ser una empresa de carácter familiar y pequeña,
se ahondara un poco más en la vida privada de los futuros trabajadores. La
verdad es que no sé de dónde había sacado idea tan estrafalaria, pero ella
misma se convenció de la verosimilitud de su razonamiento. Sólo le importaba,
en aquel momento, resultar agradable, locuaz y simpática, pero sin propasarse,
lo justo para conseguir aquel empleo. Ella era una mujer viuda y decente y no
quería desvirtuar su imagen, que le tomaran por una fresca. Y creyó que había
sido precisamente su comportamiento el que había dado pie a que le contrataran.
Ilusa mi madre, no sabía, ni podía imaginar, todo lo que se estaba cocinando en
aquella familia.
A la semana de la entrevista,
Soraya, la hermana de Puig, la llamó por teléfono para decirle que el puesto
era suyo, que tanto su madre como ella estaban de acuerdo en que era la más
adecuada, fíjese, ellas, en ningún momento mencionaban a Félix, que se suponía
era el dueño. Dos días después mi madre se estrenaba como la nueva contable de
Encofrados Puig.
Como por arte de magia comenzaron a
intimar con mi madre, a bailarle el agua. Y un día, sin saber cómo, comenzaron
a invitarnos a su casa, que si a merendar un sábado, que si a una barbacoa un
domingo, a cenar en alguna fecha importante para ellos, como los cumpleaños y
cosas por el estilo, o que si “trae a los
chavales para que se den un chapuzón
en la piscina, mujer, ahora que el calor es tan agobiante”… Mi madre estaba
pletórica, agradecía haber dado con una familia tan generosa y desinteresada.
Ves, hijo, aún quedan buenas personas en el mundo, me decía. Después de todo lo
que había pasado con mi padre, estas nuevas amistades la devolvían al ajetreo
de la vida social. Comencé a notar un cambio,
se le veía algo más sonriente, podría decir que titilaban en ella
atisbos de esperanza para transitar hacia la normalidad y dejar atrás toda esa
oscuridad del luto, del sufrimiento enquistado por la enfermedad de mi padre y
por su fallecimiento. La amistad se fue consolidando. Y transcurridos unos
meses parecíamos una sola familia.
En una de aquellas visitas en la
que Soraya y Doña Berta tomaban café con mi madre en la terraza y nosotros
disfrutábamos de la piscina (Puig enseñaba a nadar a Luis, mientras yo, sentado
en la escalerilla, fingía mirarles, pero, en realidad, estaba atento, oreja en
ristre, a la conversación que provenía de la terraza), le dejaron caer, así,
como quien no quiere las cosas, a mi madre, de que ya era hora de que volviera
a rehacer su vida, que aún era una mujer muy hermosa y que era una lástima que
los chavales siguieran creciendo sin un referente de figura paterna. “Mira a mi Félix, dijo Doña Berta, perdió a su padre
a los catorce años, y yo, por hacer caso de los convencionalismos, no me volví
a casar, de haberlo hecho, estoy segura, hubiera sido de gran beneficio para él, quizás hubiera
salido un poco más espabilado teniendo un hombre en casa que le guiara, que le
sirviera de ejemplo, que eso no quiere decir que me haya salido mal chaval, ni
mucho menos, pero la presencia masculina es necesaria para la educación de los
hijos. Porque… ¿tú, cómo ves a mi
Félix?” preguntó Doña Berta a mi madre. “Buen mozo lo es un rato ¿no crees?”
remarcó con picardía. Y era verdad, Puig era un hombre bastante guapo, a pesar
de sus años y de que no tenía un cuerpo muy musculoso, más bien era de carnes
un poco blandas, pero, aún así, se veía bastante bien, resultaba atractivo. Mi
madre se sonrojó, y con un débil movimiento de cabeza la vi asentir. “Un día
podríais ir a cenar, o quedar para ir al cine, o a pasear por la ciudad,
nosotras cuidaríamos de los chavales (cosa que no era necesaria, ya nos
quedábamos solos en casa alguna que otra vez), a que sí, Soraya”, dijo Doña
Berta. “No me dirás que no es una buena idea”, aseveró, dándole un ligero golpe
con el codo a su hija que estaba sentada a su lado. “Sí, mamá, una idea
estupenda”, dijo Soraya, esbozando una sonrisa cómplice hacia su madre. “A que
sí, Amanda”, dijo Doña Berta, y Amanda, mi querida madre, que ahora caigo en la
cuenta, no le había dicho su nombre, se sonrojó aún más y levantó la vista,
poco a poco, para mirar hacia la piscina buscando la figura de Puig, que
cargaba a mi hermano en brazos y luego lo tiraba al agua, recogiéndolo de
inmediato, al tiempo que le hacía cosquillas y volvía a lanzarlo. Y entonces me
percaté que Amanda, la mujer, tenía otras necesidades, lo vi en sus ojos, en
aquella mirada entre tímida y lasciva, que Amanda, la madre, había estado
reprimiendo desde hacía muchísimo tiempo.
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