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viernes, 4 de abril de 2014

Cicatrices (segunda parte / fragmento 1)



Artista pintor Kamea Hadar
Ilustración de Kamea Hadar / Hawai



Acto I
ARTURO TRISTÁN 
(monólogo)

Me llamo Arturo Tristán, vivo justo en frente, en ese edificio color terracota con la lavandería en los bajos. Cada día vengo a desayunar aquí, ocupo esta mesa, siempre la misma, me gusta la vista que se aprecia del lago a través de esta ventana, leo el periódico y repaso las ofertas de empleo… Sí, estoy buscando trabajo, hace unas semanas que he salido de la prisión y no quiero convertirme en un paria.  Después hago el crucigrama a la par que bebo un café con leche bien cargado. A los crucigramas me aficioné en la cárcel, cinco años dan para mucho, tanto, que aproveché el tiempo para curtirme, o cultivarme, como quiera usted llamarlo: retomé el gusto por la lectura que tenía de niño, y hasta me puse a escribir poemas, en ellos he vaciado toda la amargura que me carcomía, han sido como un bálsamo, un ungüento reparador de mis viejas heridas…
  Hablando de heridas, se pregunta usted por esta herida de la cara, quiere saber lo que pasó, el motivo por el que fui a la cárcel. Maté a un hombre… y lo volvería a hacer… no, no soy ni me considero un asesino, fue en defensa propia… qué quién era, era mi padrastro. Le partí el cráneo con una pala. No, claro que no, no estoy orgulloso de ello, pero era él o yo, él o mi hermano, él o mi madre. ¿Por qué, se pregunta? Será mejor que le cuente todo  desde el principio.
Mi madre se volvió a casar siete años después de morir mi padre. Mi padre murió de cáncer, sufrió mucho, el pobrecito, y mi madre tanto o más que él. Lo atendió con mimo hasta el último aliento y, después de que lo inevitable se hiciera certeza, se quedó vagando por una angustia corrosiva que, no obstante, no le impidió seguir con los quehaceres de la casa y el cuidado de mi hermano Luis y de mí. Pasado un tiempo, dos años, para ser exactos, el poco dinero que nos había quedado de los ahorros de mi padre se fue agotando y mi madre comenzó a buscar trabajo. Lo encontró en una fábrica, pero cada vez se le hacía más difícil combinarlo con nosotros y con el día a día de la casa, entonces resolvió venderla y mudarnos a una más pequeña, y si era en otro sitio, desde el cual empezar de nuevo, mejor, y así sólo dedicar su tiempo a nuestro cuidado. La casa, única herencia que recibió mi madre de mis abuelos, valía un dineral, pero, aún así, mi madre la vendió por debajo de su valor, con tal de no dilatar más aquella situación. De todos modos, con la venta, sacó el dinero suficiente para pagar un sitio pequeño y barato, y con el monto restante poder sobrevivir algunos años, hasta que nosotros pudiéramos valernos por sí solos y diéramos muestras de ser responsables, según sus propias palabras. Estas características se daban mejor fuera de la ciudad, por eso nos vinimos aquí, a este pueblo. Cuando nos mudamos yo tenía doce años y Luis ocho. Mi madre acababa de cumplir cuarenta, seguía siendo una mujer extremadamente atractiva. Aún mantenía el luto por mi padre, lo que le hacía llevar prendas de ropa de colores oscuros, de cortes demasiado formales y mojigatos, que no le favorecían para nada, y creo que esa manera de vestir y su semblante siempre adusto, eran los factores que provocaban que los hombres  no hicieran cola a nuestra puerta, teniendo en cuenta la cantidad de solterones que había en este pueblo, impacientes por buscarse una esposa que los atendiera en su vejez, un poco hartos ya de la disoluta vida de prostíbulos y bares. Y eso me hacía pensar que mi madre era un delicioso y apetecible bocado para tanto maduro hambriento, que supongo que alguno todavía quedará por ahí. Pero, lo que le decía, ella se empeñaba en parecer una monja de clausura, y eso, lo crea usted o no, ahuyentaba al acechante macho en celo.
La casita que compró mi madre no está lejos de este lugar, aún vive allí con mi hermano. Es acogedora y cálida y tiene un bonito patio trasero que da al lago. En ese patio ocurrió todo, allí le maté, allí las blancas rosas del jardín quedaron manchadas de sangre para siempre. Pero antes, he de contarle como mi madre conoció a Félix Puig, mi padrastro, el motivo de mi desgracia y la de todos nosotros.
Cuando cumplí los dieciséis años y Luis llegó a los doce, mi madre  creyó oportuno que yo era ya lo suficientemente maduro y responsable para cuidar de mi hermano y que ella podría buscar de nuevo un trabajo, dejar el luto por mi padre (ya habían pasado seis años de su muerte y cuatro desde que nos habíamos mudado) y volver a vivir con cierta normalidad.
Mi madre, aunque nunca había ejercido, era contable, y cuando de nuevo se dio a la tarea de encontrar empleo, se topó, en el periódico, con un anuncio de una empresa local que solicitaba personal cualificado para un puesto de esta categoría. La empresa que ofertaba la plaza era Encofrados Puig, que está a la salida del pueblo, al otro lado del lago y, como ya usted puede adivinar, era de mi padrastro.
Así comenzó todo, Encofrados Puig contrató a mi madre a pesar de su  falta de experiencia, y, a decir verdad, nos extrañó, ya que se habían presentado otros candidatos para esta vacante. Luego supimos el por qué, pero todavía no es el momento de que se lo cuente. Lo que sí le puedo desvelar es que en ello estuvieron implicadas la hermana de Puig, Soraya, y la madre de ambos, Doña Berta. La hermana hacía las veces de secretaria de Félix, además de llevar toda la gestión de los pedidos y la atención al cliente, y la madre estaba cada dos por tres en la empresa,  metiendo las narices en todo, husmeando, decía que se aburría sola en casa y que se iba allí a pasar el rato. Fueron ellas las que hicieron las entrevistas, Puig, sólo era una figura decorativa en aquel despacho, según contaba mi madre. Hubo un detalle que a ella le resultó llamativo al principio, pero al que luego no le dio ninguna importancia, y era el hecho de que a los candidatos masculinos apenas les entrevistaban, les hacían pasar a aquella pequeña oficina y en menos de cinco minutos ya estaban fuera, sin embargo, con las candidatas femeninas, la cosa era totalmente distinta, se tomaban todo el tiempo del mundo. Cuando le llegó el turno a mi madre, Soraya y Doña Berta, aparte de las preguntas de rigor, le acribillaron con otras de índole diversa, ajenas a la razón por la que se encontraba allí. Mi madre jamás había estado en una entrevista de trabajo y creyó que era lo habitual en estos casos, que al ser  una empresa de carácter familiar y pequeña, se ahondara un poco más en la vida privada de los futuros trabajadores. La verdad es que no sé de dónde había sacado idea tan estrafalaria, pero ella misma se convenció de la verosimilitud de su razonamiento. Sólo le importaba, en aquel momento, resultar agradable, locuaz y simpática, pero sin propasarse, lo justo para conseguir aquel empleo. Ella era una mujer viuda y decente y no quería desvirtuar su imagen, que le tomaran por una fresca. Y creyó que había sido precisamente su comportamiento el que había dado pie a que le contrataran. Ilusa mi madre, no sabía, ni podía imaginar, todo lo que se estaba cocinando en aquella familia.
A la semana de la entrevista, Soraya, la hermana de Puig, la llamó por teléfono para decirle que el puesto era suyo, que tanto su madre como ella estaban de acuerdo en que era la más adecuada, fíjese, ellas, en ningún momento mencionaban a Félix, que se suponía era el dueño. Dos días después mi madre se estrenaba como la nueva contable de Encofrados Puig.
Como por arte de magia comenzaron a intimar con mi madre, a bailarle el agua. Y un día, sin saber cómo, comenzaron a invitarnos a su casa, que si a merendar un sábado, que si a una barbacoa un domingo, a cenar en alguna fecha importante para ellos, como los cumpleaños y cosas por el estilo, o que si “trae a los chavales para que se den un chapuzón en la piscina, mujer, ahora que el calor es tan agobiante”… Mi madre estaba pletórica, agradecía haber dado con una familia tan generosa y desinteresada. Ves, hijo, aún quedan buenas personas en el mundo, me decía. Después de todo lo que había pasado con mi padre, estas nuevas amistades la devolvían al ajetreo de la vida social. Comencé a notar un cambio,  se le veía algo más sonriente, podría decir que titilaban en ella atisbos de esperanza para transitar hacia la normalidad y dejar atrás toda esa oscuridad del luto, del sufrimiento enquistado por la enfermedad de mi padre y por su fallecimiento. La amistad se fue consolidando. Y transcurridos unos meses parecíamos una sola familia.

En una de aquellas visitas en la que Soraya y Doña Berta tomaban café con mi madre en la terraza y nosotros disfrutábamos de la piscina (Puig enseñaba a nadar a Luis, mientras yo, sentado en la escalerilla, fingía mirarles, pero, en realidad, estaba atento, oreja en ristre, a la conversación que provenía de la terraza), le dejaron caer, así, como quien no quiere las cosas, a mi madre, de que ya era hora de que volviera a rehacer su vida, que aún era una mujer muy hermosa y que era una lástima que los chavales siguieran creciendo sin un referente de figura paterna. “Mira a mi Félix, dijo Doña Berta, perdió a su padre a los catorce años, y yo, por hacer caso de los convencionalismos, no me volví a casar, de haberlo hecho, estoy segura, hubiera sido  de gran beneficio para él, quizás hubiera salido un poco más espabilado teniendo un hombre en casa que le guiara, que le sirviera de ejemplo, que eso no quiere decir que me haya salido mal chaval, ni mucho menos, pero la presencia masculina es necesaria para la educación de los hijos. Porque…  ¿tú, cómo ves a mi Félix?” preguntó Doña Berta a mi madre. “Buen mozo lo es un rato ¿no crees?” remarcó con picardía. Y era verdad, Puig era un hombre bastante guapo, a pesar de sus años y de que no tenía un cuerpo muy musculoso, más bien era de carnes un poco blandas, pero, aún así, se veía bastante bien, resultaba atractivo. Mi madre se sonrojó, y con un débil movimiento de cabeza la vi asentir. “Un día podríais ir a cenar, o quedar para ir al cine, o a pasear por la ciudad, nosotras cuidaríamos de los chavales (cosa que no era necesaria, ya nos quedábamos solos en casa alguna que otra vez), a que sí, Soraya”, dijo Doña Berta. “No me dirás que no es una buena idea”, aseveró, dándole un ligero golpe con el codo a su hija que estaba sentada a su lado. “Sí, mamá, una idea estupenda”, dijo Soraya, esbozando una sonrisa cómplice hacia su madre. “A que sí, Amanda”, dijo Doña Berta, y Amanda, mi querida madre, que ahora caigo en la cuenta, no le había dicho su nombre, se sonrojó aún más y levantó la vista, poco a poco, para mirar hacia la piscina buscando la figura de Puig, que cargaba a mi hermano en brazos y luego lo tiraba al agua, recogiéndolo de inmediato, al tiempo que le hacía cosquillas y volvía a lanzarlo. Y entonces me percaté que Amanda, la mujer, tenía otras necesidades, lo vi en sus ojos, en aquella mirada entre tímida y lasciva, que Amanda, la madre, había estado reprimiendo desde hacía muchísimo tiempo. 




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