Dánae / Rembrandt |
He estado desempolvando mis textos juveniles y digitalizándolos. No recordaba tuviera tantos, y ha sido muy grato reencontrarme con ellos. Hay cosas muy cursis y mal escritas, pero no me importa, ese era yo otrora, y por nada del mundo renuncio a lo que fui como no renuncio a lo que soy actualmente, porque tanto ayer como hoy sigo siendo lo mismo, un simple aprendiz, y no quiero dejar de serlo.
No sé, exactamente, de cuando datan estos que ahora publico aquí, porque no los feché, pero, como mínimo, deben estar rondando la veintena de años. Así me expresaba yo por aquel entonces. Me hace gracia ver que era capaz de escribir relatos breves, no como ahora, que no tengo para cuando acabar.
He descubierto, además, que hay pasajes que he vuelto retomar años después, inconscientemente, en otros relatos.
Estos que pongo ahora a vuestra consideración creo que no están tan mal. No obstante. espero una crítica certera, sin compasión.
De antemano gracias por la visita y la lectura.
Paisaje
guajiro con desnudo al óleo
Primavera o descanso /Jorge Arche /CUBA |
En
la otra orilla del río, Mirna reía a los pies de un flamboyán. Su risa era
narcótica, se te adentraba por los oídos y te contagiaba, te hacía adicto a aquella
fina cascada de jajajajas. Estaba desnuda y en pose. Dánae de Rembrandt. Con la
mano derecha semilevantada me hacía señas y reía, reía, reía... El ampuloso
cuerpo destacaba en la hierba como una roca de carne color melcocha: muslos monumentales,
vientre blando, senos enormes y redondos. En Mirna abundaba todo. Ella misma
era como el cuerno de la abundancia. Majestuosa. Mayestática. Masas, masas y
masas de curvas bien dibujadas, perfectamente cinceladas por la mano de Botero.
El triángulo azabache de su pubis apenas se observaba bajo la prominente y
descarada barriga de alabastro negro. Gritó algo que no logré descifrar, aun así simulé
una sonrisa y asentí con la cabeza como si le hubiese entendido.
Mirna
estaba allí, había dejado de ser un sueño, había dejado de ser un boceto.
Gertrudis /Botero/ COLOMBIA |
Mirna
era una mole humana apetecible, una diosa celulítica presta a ser devorada por un
dios enclenque y jorobado.
Mirna
ahora era tan real como el temblor de mis manos, el traqueteo de mis rodillas o
el sudor de mi frente y mis axilas.
Mirna
era un mogote que yo tenía que explorar remontando cada trozo de territorio,
cada ladera, cada espesura.
Me
acerqué lentamente a la orilla del río, el agua se metió entre los dedos de mis
pies y, a medida que avanzaba, vistió mis tobillos, mis rodillas, mi cintura,
mi torso, mi cuello. No me sumergí ni braceé, sólo caminé a través del cristalino
caudal. Cuando emergí, la ropa mojada se había pegado a mi carne como una
segunda piel chorreante. El pantalón blanco se transparentaba dejando ver un arrugado
pene dormido entre el vello púbico, como un minúsculo pichón agazapado en la
seguridad del nido, pero cuando abarqué con mis ojos, en primer plano, la carne mulata de Mirna, se fue despertando
de su letargo y se creció ante la mole: el pichón se hizo palomo y extendió sus
alas. Mirna miraba la transformación de mi sexo y reía frenética. Yo seguía
temblando. Se irguió ella como una estatua poderosa, me atrapó por la cintura y
con destreza su boca deshizo los botones de mi portañuela, mi pene saltó al
vacío apuntando su caperuza roja hacia el cielo de nubes deshilachadas y luego
al cielo de su boca. Yo también me adentré en el cielo. Al poco una lluvia de
oro, exactamente como la del cuadro de Tiziano, se hizo corpórea. Las monedas
tintaron nuestros cuerpos de dorado. Mirna seguía siendo Dánae pero ahora
parecíamos habitar en el óleo de Gustav
Klimt.
Dánae / Gustav Klimt / AUSTRIA |
Dánae / Tiziano/ ITALIA |
La campiña resaltaba su verde bajo y tras
nosotros, el flamboyán acariciaba a la palma y la palma a la ceiba. El colibrí
anidó junto a la torcaza y la jicotea le hizo un guiño al chipojo. El tomeguín
huyó tras el jagüey con la bijirita, y el tocororo se posó en mi cabeza para coronarme rey de la sabana, para convertirme
en un dios. Y como un dios (Zeus
guajiro) me hundí en Mirna, en su blandura; probé sus senos, buceé entre sus
muslos y desaparecí dentro de ella tragado por las fauces de su vulva salada.
Dejé un río de semen dorado en su vagina y seguí subiendo. Llegué a su corazón,
lo besé con ternura y le hice el amor al compás de cada latido y de cada
pálpito; acaricié cada válvula y cada artería. Insuflé mi aliento en sus
pulmones y dejé tatuada un ala de zunzún en cada uno. Me escapé por su boca y
la besé. Besé sus ojos y me retraté en su retina. Me derramé en su barriga, en
su pubis, en sus nalgas. Luego me acurruqué en su ombligo, justo cuando el pintor daba la última pincelada y me
dejaba retratado, para siempre, en el cuerpo de Mirna, en el cuerpo de Dánae,
en el lienzo inexistente de ese pintor que no era otro que yo mismo.
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El
oscuro objeto del deseo
(Con permiso de Luis Buñuel)
Yo no sabía a qué aferrarme, si a la cuerda
de la que colgaba mi cuerpo o a las aristas del peñasco por el que ascendía. Estaba
solo, pendiendo de un hilo (y nunca mejor dicho). El mundo se abría ante mí
como un libro esotérico, era hora de que
me enfrentarse a lo ignoto, aunque me aterraba la idea de explorar otros
caminos que no fueran los que, según yo, los hados habían predicho. Tímidamente
comencé a balancearme en la cuerda hasta llegar a un saliente, me agarré a éste con fuerzas y
escalé hasta la cueva. Entré en ella y me paré de golpe, justo donde la luz y
la sombra se besaban dividiendo en dos la galería. Introduje un pie en la penumbra y cayó como
un hachazo hasta mi rodilla. Un temblor gélido recorrió mi cuerpo y se quedó
azotando mi cara. Ululaba un vientecillo cálido que se yuxtaponía a la frialdad
de mis entrañas, a la flacidez de mis carnes, al deterioro de mi piel. Di otro
paso y la penumbra cortó mi estómago, luego otro y cercenó mi pecho, otro y mi
cuerpo pasó de la luz a las tinieblas. Al final de la galería una tímida y
minúscula llama titilaba. Allí estaba el objeto. Tenía vida propia, cambiaba de
forma constantemente. Tenía ojos y me miraba, tenía boca y esgrimía una sonrisa
socarrona, tal parecía se burlara de mi miedo. Me incitaba. Avancé con recelo.
Al llegar a su vera tímidamente estiré la mano y toqué su cuerpo, se quedó unos segundos trasformado en una
pirámide invertida, al retirar la mano
se transmutó en fuego, después en agua y por último en arena. La arena se fue
derramando tal si hubiera sido volcado
un gigantesco reloj. Un montículo, como una dorada duna del desierto, se fue
formando hasta alcanzar las formas y proporciones de un hermoso cuerpo
femenino. El mismo temblor gélido me recorrió de nuevo. Sabía que al tocarle había
traspasado un límite, una barrera. Un miedo secular se instauró en mi pecho y
lo tomó como trono permanente. Me quedé mirándole, a la expectativa. Al cabo de
unos segundos dijo: Te falta valor. Quise
decir algo pero no pude.
El objeto con forma de mujer volvió a sonreír, desapareció en la penumbra
como un fantasma bajo un velo de humo negro; ya no era un objeto, ya no era
nada, ni siquiera una ínfima partícula de polvo. La llama se apagó de golpe. Di
media vuelta y busqué el punto de luz de la salida.
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O. Moré